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Diego Fonti

 

Cofradías adoptivas -Ensayo sobre la fraternidad y la nación-

Parece más fácil indagar la noción de fraternidad desde una teología política y una biología metafísica, antes que desde una filosofía o una teoría política. Pretendo decir con esto que el soporte de la constitución histórica de esa noción responde menos a una elaboración teórica cuanto a una experiencia vital, influida por dos elementos tradicionales: la simbología creacionista de una pareja originaria del género humano, y la coherente consecuencia de una no-diferencia (biológica, categorial, etc.) de su estirpe. Estas ideas se ven radicalizadas por las narraciones cristianas acerca del poder y su relación con éste, particularmente en los tres primeros siglos después de Cristo. Luego de su secularización, el concepto de fraternidad aparece como fundante de las experiencias revolucionarias y democráticas modernas. Sin embargo, también se constata otra noción que aparece junto a la fraternidad y le arrebata su buena conciencia. Se trata del puesto de prioridad como partícipes y testigos (y víctimas) privilegiados de la historia, de aquellos que han sufrido sus embates, las víctimas insospechadas de los sistemas y movimientos instituidos muchas veces en su nombre, aquellos cuyo sufrimiento y dolor ha permanecido oculto y que sin embargo poseen el paradojal privilegio de una perspectiva incomparable para pensar lo político. Son ellos los que plantean un proyecto igualitario. Ciertamente, Nietzsche tenía razón, las ideas de fraternidad y de igualdad universal nacen entre esclavos.[1] De hecho, incluso un crítico del cristianismo del s. II tan fino y severo como Celso, en su Alethés logos, no lo ataca con los lugares comunes del prejuicio popular (incesto, ateísmo, canibalismo), sino por ser una religión de banausius, artesanos. No desconoce su solidaridad ni los intentos –fallidos- de aclarar racionalmente sus creencias. A este nivel, e incluso en los ejemplos de vida, los filósofos griegos le parecen superiores. Sin embargo, el privilegio de una perspectiva distinta de la política, planteada desde la fraternidad, se halla en quienes, debido a vivir una existencia en riesgo constante, son a la vez figura del resto de la comunidad (también en riesgo aunque sin conciencia de ello), y condición de posibilidad e inicio de una regulación capaz de mantener en pie sus vidas. Esta comprensión de lo político como ejercicio de inclusión diferenciada, reunión capaz de mantener vivas y distinguidas las particularidades a la luz de una igualdad constitutiva, tiene que ver con una diferencia que sin embargo no conduce a otros privilegios que aquellos fundados en la necesidad. El privilegio de la fraternidad se relaciona con todo aquello que lleva a equilibrar el orden de las necesidades vitales, y a permitir la diferencia cultural, identitaria, valorativa, etc. Privilegio del débil, igualdad y diferenciación, parece ser el trilema inherente a la fraternidad fundada desde las víctimas. Los tres elementos constituyen también, en su interrelación, la motivación principal de este trabajo. Aquí se pretende establecer una suerte de filogénesis discursiva, que saque a la luz los principales conceptos utilizados a la hora de justificar la reunión de un conjunto poblacional independiente. Sin embargo, este estudio no es independiente pues, como decíamos, la inspiración parece más cercana a la historia de la teología política que a aquella de las ideas políticas per se. Se suma además una instancia crítica, pues este estudio pretende además proponer algunas claves operativas –particularmente centradas en la noción de “adopción”- para repensar la posibilidad de un colectivo contemporáneo a la luz de las posibilidades y límites de las nociones anteriores.
El apotegma nietzscheano acerca del cristianismo (¿y por qué no también de otras religiones, al menos, del judaísmo y el islam?) como religión de débiles y esclavos, aparece así confirmado y al tiempo superado. Esta experiencia, cuyos orígenes pueden remontarse a la vivencia de Israel en sus cautiverios, desencadena una responsabilidad exponencialmente multiplicada. Israel es mandado, por ejemplo, a respetar al obrero esclavo porque también él fue esclavo, y el cristiano a amar al enemigo (porque lo es sólo accidentalmente). Ambas ideas –origen común y privilegio de los débiles- estructurarán nuestro estudio. A pesar de la referencia teológico-política explicitada, no podremos dejar de tomar los elementos filosóficos alusivos, no solo por el ámbito de este debate, sino porque nuestra cultura los halla inseparablemente unidos. Nuestras filosofías contemporáneas descreen del fundamentum inconcussum supuesto por los monoteísmos y los naturalismos secularizados de las revoluciones modernas. No obstante, este escepticismo es una posibilidad de libre aceptación de tradiciones ajenas, de participación en resistencias que no son heredadas por la tradición familiar o cultural de cada uno. Es la posibilidad, en fin, de una fraternidad electiva, adoptada libremente, que no caiga sólo en una igualdad procedimental que difícilmente reconozca la validez de tradiciones culturales y demandas materiales.
La idea de un origen común, a partir de las constituciones modernas, es puesta de manifiesto por el término “nación” y, desde un desarrollo posterior, la postura que da cuentas del privilegio de y cuidado por los débiles suele ser expresada como testimonio (martyrion). Ambas abren perspectivas diferentes de lo que sea la “solidaridad”, entendida como fidelidad a los propios o como apertura igualitaria a propios y ajenos. Nación, solidaridad y testimonio serán las claves de abordaje –con sus posibilidades y contrasentidos- propuestas como acceso a la fraternidad. Por ello el primer apartado de estas páginas tiene que ver con el problema histórico-teórico de las experiencias que dan origen al uso del término, el segundo con la cuestión de la relación entre la fraternidad y la igualdad política, y el corolario es la relación con el poder instaurado. A lo largo del análisis retomaré algunos documentos del período inicial de la nación argentina, con el objetivo de aplicarles las nociones trabajadas. Finalmente, y no es un problema menor, queda por pensar lo siguiente: si la fraternidad no se funda en un origen patrio-nacional común, si la fraternidad es una opción electiva por la cual adoptamos de modo vicario una memoria, una serie de valoraciones, etc., ¿qué nos garantiza que no optaremos por aquellos cuya tradición implica la muerte, el sufrimiento y el hambre de otros?
 
 
Padres, hermanos, y nacimiento común
 
Entonces el Señor preguntó a Caín: “Dónde está tu hermano Abel?”. “No lo sé”, respondió Caín. “¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?”. Pero el Señor le replicó. ¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita a mí desde el suelo. (Gn 4,9-10)
La noción de fraternidad surgida en los monoteísmos estaba fundada en el doble mandato de respeto al padre y al hermano. Toda violencia era a la vez fratricidio y violación del mandato paterno. Con la secularización, desde los albores de la modernidad, la noción mutó en la remisión a una patria, un conjunto de antecesores comunes que dan lugar a un nacimiento compartido. Corominas escribe “Nación: 1444, tom. del lat. natio,-onis, íd. propte ´raza´ y antes ´nacimiento´”.[2] Las obras aludidas de mediado del s. XV son Laberinto de Juan de Mena y Cancionero de Stuñiga. Ambas son coetáneas al conato de nacimiento de los estados nacionales. La elaboración de esta nación conducirá más adelante a discursos políticos, particularmente aquellos plasmados con la revolución francesa y las obras de Fichte, Herder y el romanticismo alemán. Estos heredan la noción de progresiva mejora de la humanidad, herencia teleológica a la cual la ilustración desviste de bases teológicas, y ven la base de esta mejora en el origen natural que la fundamenta. Sin embargo los roles sociales en esa mejoría, aún cuando esta está dictada por las leyes de la naturaleza, no son todos del mismo valor, pues hay una especial conciencia del trabajo de doctos y de las responsabilidades conductoras de algunas nacionalidades. Ante todo Fichte elabora su Teoría moral desde la perspectiva de un yo escindido, no pensado desde su interrelación con otros (quienes serían no-yo), sino desde la coincidencia de predeterminación y libertad. Esta predeterminación debe aplicarse a ese ser autárquico superior que es la nación alemana. Es un movimiento doble: hacia el pasado se descubre el ser que ha de configurarse hacia el futuro. Sólo el pasado unifica en un sujeto colectivo unívoco la multiplicidad actual. Más aún, ya se halla en Fichte la idea holista –que Hegel desarrollará- sobre un estado del cual el individuo es miembro, y en cuyo seno solamente puede lograr la autonomía. Por su parte, y ya entrando en los prolegómenos del romanticismo, esa vuelta a la relación entre tierra y raza, entre pueblo, héroe y destino, encontramos la postura de Herder. Intenta justificar sus posiciones apelando a estudios científicos sobre el lenguaje. I. Berlin afirma que es común en los nacionalismos la búsqueda de pruebas científicas y arqueológicas de sus afirmaciones.[3] Sin embargo, Herder no niega la pluralidad de nacionalidades, fundadas en lenguas y caracteres nacionales distintos. Herder no es partidario de la división de la especie humana en razas, por ello no llega al punto de Fichte en su encumbramiento de la nacionalidad alemana.[4] Pero tienen en común la suposición de un origen común donde ya se encuentra de modo destinal el llamado del pueblo que desde ahí se configura. Esta noción de “autenticidad”, presente de Píndaro a Heidegger, no carece de influencias en América, como en los grupos aborigenistas neorrománticos. El planteo genérico es que una etnia, un lenguaje y una mitología compartidas descubren-configuran un origen común, eventualmente transformable en un proyecto de estado. Estamos lejos de la fraternidad extendida al modo universal monoteísta.
Frente a los nacionalismos, la herencia cosmopolita de la ilustración plantea la universalidad de las garantías que corresponden a los hombres. Sin embargo, cuando Kant comenta la obra de Herder, afirma, por un lado, la necesidad de fundar las opiniones respecto al género humano en la mayor cantidad de datos culturales (aparentemente igualando su valor), pero por otro sostiene que “en lo concerniente a las disposiciones espirituales, se puede probar que los americanos y los negros constituyen razas inferiores, comparadas con los restantes miembros de la especie humana y, por otra parte, de acuerdo con noticias tan verosímiles como las anteriores, es posible demostrar que tienen el mismo valor que cualquier otro habitante del mundo, en lo referente a las disposiciones naturales. Por tanto, corresponde al filósofo elegir; y, de acuerdo con su voluntad, o admitirá diversidades de naturalezas o juzgará todo según el principio tout comme chez nous”.[5] Esta doble posibilidad parece asumida por Kant mismo. Él había afirmado en “Definición de la raza humana”,[6] que los hombres constituyen una “unidad de la estirpe”, no separada en “especies” sino en “razas”, y que cada una de ella mantiene sus caracteres cuando se produce el mestizaje, pero afirma además que las razas se debilitan en su interrelación. Por otra parte, afirma que la finalidad de la historia natural no es la felicidad forjada individualmente, “sino la actividad y la cultura puesta en juego para el logro de ese fin, y que constantemente crece y progresa. El mayor grado posible de la misma sólo puede consistir en el producto de una constitución política, ordenada de acuerdo con el concepto del derecho humano, es decir, con una obra del hombre mismo. ¿Cómo podría ser esto posible si, según la página 206, ´cada hombre individual tiene la medida de la felicidad en sí mismo´?”[7] La diferencia no es sutil. La perspectiva cosmopolita kantiana ha secularizado los fundamentos de la fraternidad, pues encuentra su realización en la historia natural por la constitución política.
Enfrentados al debate románticos nacionalistas vs. ilustrados cosmopolitas, vale considerar que en la declaración francesa un pueblo se arroga hablar por todos los pueblos, una “nación” por todas. Existe aquí una contraposición interesante en el marco de lo político. Aunque se aduzca a fundamentaciones naturales, lo importante está en que en el ámbito esencialmente múltiple y polémico de lo político, aparece un discurso en cuya finalidad pretende subsumir toda otra finalidad. No se trata de negar la validez de esa tradición, sino de comprender qué significa, por un lado, que una tradición decida hacer una serie de proposiciones con una teleología universal (lo cual le genera interesantes problemas en sus prácticas colonialistas), y por otro que siga perteneciendo a esa tradición nacional sin abandonar las raíces culturales que desembocaron en esa declaración. Esta serie de posiciones y contraposiciones, tiene su resonancia también en las perspectivas adoptadas en nuestro país.
El problema de la nación y su suposición de un germen originario común, aparece ya planteado en la historia argentina desde la revolución de mayo. La nación y la patria ya se dan por sentadas en el momento de su constitución. Se constituye lo que supuestamente ya está. Se justifica lo por venir en un dato pasado, pero ese dato pasado no sería evidente ni realizado sin la constitución por venir. Esta mutua referencialidad justificatoria lleva a Moreno a justificar la liberación del vasallaje (paradojalmente, en nombre del respeto que el vasallaje impone). “Fernando VII tenía un reyno, pero no podía gobernarlo... y en este conflicto la nación debía recurrir a sí misma, para gobernarse, defenderse, salvarse, y recuperar a su monarca”.[8] Inmediatamente justifica esta recurrencia y vuelta a sí misma apelando a la teoría política, extendida desde la modernidad, del pueblo como origen del poder y dotado de facultades de constitución. Aunque el pueblo era ya visto como fuente del poder, no se ha eliminado totalmente el resabio del absolutismo moderno, heredero de la mayoritaria filosofía política medieval que derivaba el poder real del divino: “La época de nuestra instalación era precisamente la de la disolución de la Junta Central; y si había podido constituirse ésta legitimamente por el exercicio de aquellos derechos, que la ausencia del Rey había hecho retrovertir á los pueblos, debía reconocerse en ellos igual facultad para un nuevo acto”.[9] Este argumento es retomado por Moreno, mostrando además que el rey, considerado cabeza del cuerpo social, debía ser reemplazado por la constitución de ese cuerpo. La disolución de la Junta Central “restituyó a los pueblos la plenitud de los poderes, que nadie sino ellos mismos podia exercer, desde que el cautiverio del Rey dexó acephalo el reyno, y sueltos los vínculos que lo constituian centro y cabeza del cuerpo social”.[10] La metáfora de cuerpo es de real interés. El rol del rey depende de la constitución previa de un cuerpo social llamado pueblo-nación.
Los vínculos que unen el pueblo á el Rey son distintos de los que unen á los hombres entre si mismos: un pueblo es pueblo antes de darse á un Rey; y de aquí es, que aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el Rey quedasen disueltas ó suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los vínculos que unen á un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes, porque no dependen de los primeros; y los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos; pues ya lo eran; sino de elegir una cabeza, que los rigiese, ó regirse á sí mismos según las diversas formas, con que puede constituirse íntegramente el cuerpo moral”[11]
La caída de Fernando y las sucesivas pérdidas de legitimidad de las instituciones hacen que Moreno escriba “la nación quedó sin un poder representativo de nuestro Monarca”.[12]
Cuando Moreno redacta el Manifiesto de la Junta con motivo del fusilamiento de Liniers, muestra que se presupone: a) una patria-nación constituida (tan constituida que puede demandar que se cumplan los deberes de quienes han asumido funciones en su interés), b) derechos sustentados por los pueblos (derechos que luego ubicará entre las pertenencias de cada individuo),[13] c) la necesidad de dotar a ese pueblo que integra la nación de una constitución. Una vez más el doble juego de la nación bifronte se manifiesta. No obstante, aunque haya similitudes es preciso no confundir estas posiciones con los nacionalismos europeos que inundaron Europa en el s. XX. La fraternidad remitía, en su estadio teológico original, a un nacimiento común universal originado en la divinidad, mientras que la modernidad modifica la concepción del origen. Ya no es un ser trascendente, desligado de toda tierra y raza. Por el contrario, la patria, el antepasado común, es reemplazado por el estado. Este asume el rol que antes correspondía a Dios. Existe una línea que va desde los absolutismos, pasando por las más variadas formas de nacionalismos, hasta llegar a los totalitarismos. Ellos comparten un paternalismo frente al cual los “hijos” resultan figuras pasivas y predestinadas desde su origen. Pero ¿qué rol juegan en estas tierras los mitos del origen? En la fase constitutiva argentina parecen totalmente ausentes, aunque progresivamente se incorporen ciertas “liturgias” y “estéticas”, que pretenden identificar grupos y héroes nacionales. Luego se apelará a criterios que justifiquen la incorporación selectiva de extranjeros (incorporación que se dio a partir de proveniencias diversas a la esperada), pero siempre serán criterios pseudo-científicos y no abiertamente mitológicos. De aquí que las muertes producidas en nuestro país, particularmente de aborígenes, en el período de luchas intestinas y, décadas después, de miembros de los primeros movimientos obreros, nunca se justificaran apelando a un supuesto origen glorioso de una nación sino a un proyecto normalizador político. La responsabilidad universal quedó así reducida al respeto por un grupo particularizado de pertenencia.
 
La justificación del ejercicio del poder
 
En cuanto a ustedes, no se hagan llamar “maestro, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos[...] que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros. (Mt 23, 8-12)
           
La relación que se da a partir de la comprensión de la fraternidad como producto de una nación, no solo modela un tipo de relación “ascendente” de configuración del poder, sino también una serie de relaciones “descendentes” de ese poder. Será distinta una configuración del poder comprendido como provisión para los hermanos miembros de una familia común y sin fronteras, a una previsión de garantías para aquellos comprendidos en una identidad limitada (política, racial, territorial, cultural). También aquí es preciso distinguir entre las concepciones de “nación” producidas por la tensión entre retorno al origen y progreso modernista. Aún cuando Alberdi y Sarmiento esperaban que la inmigración anglosajona produciría un avance tecnológico, nada hay comparable con la paradoja presente en idea de nación y hermandad entre coterráneos (o miembros de un mismo partido), justificada por las mitologías de los nacionalismos de corte fascista. Estos son, al mismo tiempo, movimientos fundados en un pasado mitológico y fuertemente modernistas y revolucionarios a nivel social en sus implementaciones. ¿Tenemos que pensar que han confundido ambas facetas? El problema está en que toda teoría de índole nacionalista pretende ser a la vez retorno al origen, resurgimiento y renovación nacional, manteniendo en tensa relación las ideas de raza, mitología, progreso y modernización. Los nacionalismos no parecen pensables sin ese doble movimiento.
La tentación de reunir una tierra y una raza particulares en un aparato político se hace ya sentir en el panhelenismo existente antes del período democrático ateniense. En Las euménides de Esquilo aparece un problema análogo. Allí se proclama que la meta de la vida política es la concordia de los vecinos de una ciudad. La concordia se plantea relativa a los helenos, pero allí ya se produce una apertura: no importa la estirpe o la proveniencia, ya que la comunidad original es la política y se funda en el dominio de una misma lengua. Los miembros de esta comunidad se debían mutuamente ayuda. Inmediatamente se produce la pregunta acerca de porqué limitar a un factor cultural tan lábil como la lengua la pertenencia a una comunidad. Más aún, la lengua es un factor que puede ser incorporado por quienes no han sido originalmente educados en ella. Por ejemplo, Hipias solicita a Sócrates y Protágoras que debatan deponiendo ante todo sus diferencias convencionales, y asumiendo su comunidad humana.
A todos los que estáis aquí –dijo- os considero lo mismo que si fuerais parientes allegados, conciudadanos según la naturaleza, ya que no según la ley. Según la naturaleza, el semejante es pariente de su semejante; pero la ley, “tirano de los hombres”, opone su coacción a la naturaleza. (Protágoras 337b)
Como veremos en nuestra alusión a Celso, es la idea de una physis común que subyace a -y permite la tolerancia entre- los diversos nomoi, lo que permite la supervivencia política de un estado. De ahí que este ataque al cristianismo no solo por su “populismo”, sino por ser, al igual que el judaísmo, fuente de sedición al pretender que su nomos es superior al de los demás pueblos. La idea de una naturaleza común está también en los fragmentos del sofista ateniense Antifón, cuando afirma “En todos los respectos, bárbaros y griegos, tenemos todos la misma naturaleza”.[14] Ciertamente, la noción de naturaleza puede ser problemática para este análisis. Tal noción remite a concepciones de evidencia y prueba difíciles de sostener desde la aparición de los relativismos culturales. Es difícil esgrimir que sea evidente y razonablemente probable, como lo piensa Aristóteles, que el griego tiene un derecho natural de mandar al bárbaro “puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa” (Política I,1). Aunque la noción mitológico-simbólica de un origen divino común de toda la humanidad, propuesta por los monoteísmos, y aquella metafísica naturalista propuesta por algunos sofistas, hayan caducado por haber cambiado el mundo vital y las cosmovisiones que las rodeaban, aparecen sin embargo hoy problemas políticos análogos que exigen, mutatis mutandi, que sean repensadas.
H. Arendt ha resaltado las diferencias de roles entre la separación antigua de política y familia y la concepción moderna de sociedad.[15] La antigüedad griega concebía al mundo familiar como un dominio despótico, donde lo central era la economía de conservación de la vida, mientras que el mundo común de la polis tenía como eje el debate y la práctica de la libertad. En el medioevo se modifica la perspectiva, pues la unidad familiar y la relación con los vasallos adquiere un rol desconocido en la Grecia clásica. Las familias y los vasallos eran mutuamente casi independientes, y la relación con la realeza no se entendía como una membresía de una familia nacional, sino un conjunto de grupos asociados bajo aquellos que son, por su realeza, primus inter pares. Con la modernidad
esta línea divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos y comunidades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca y de alcance nacional.[16]
Arendt reconoce la importancia que tiene para los pensadores políticos la noción de inicio. Llega a afirmar que desde principios del s. II los romanos se ven atraídos por la idea de un salvador hecho niño, no tanto por una atracción hacia lo extranjero, sino por “la afinidad entre nacimiento y fundación”.[17] Cabe sin embargo notar aquí un problema que Arendt menciona al inicio de su texto sobre la revolución, pero que no asocia a este problema particular. Efectivamente, la asociación que suele hacerse entre judeocristianismo y prácticas revolucionarias, tiene que ver más con la noción de novedad que con la de justicia social.[18] Sin embargo, es difícil aplicar este punto de la “novedad” al imperio romano, pues el helenismo presente en este le hace mucho más afín al pensamiento conservador de un pasado perdido en el principio de los tiempos, por lo cual, si es posible una renovación esta sólo aludiría a una vuelta al origen y no al comienzo de lo nuevo (baste recordar La Eneida). No obstante, vale su análisis sobre las relaciones entre el inicio de las naciones y sus relaciones con las monarquías absolutas, los “padres” fundadores y las instituciones revolucionarias. El absolutismo significaba fusionar el origen del soberano en la gestación divina, de ahí su autoridad ilimitada. La revolución reemplazó ese lugar con la soberanía de la nación. Esta voluntad hacía de la multitud una persona, y a su vez era constituyente en el sentido de originaria del estado. Este movimiento es fruto de la secularización, pues mientras se mantenía el componente trascendente, más allá de las aberraciones a las que dio lugar, el “Padre” estaba más allá de toda manipulación, sus leyes habían sido impuestas en la naturaleza y todo poder debía obedecerlas. En cambio, cuando el “origen” se manifiesta en un monarca o un conjunto de “constituyentes”, a cuya voluntad se haya sometido todo lo que desde allí sea constituido, la idea de un origen común y una naturaleza no manipulable ya no pueden servir de garantía para los miembros de esa comunidad. De allí que deban crearse otro tipo de salvaguardas como la noción de derechos. Estos surgen ante la pérdida de la garantía divina heredada de los monoteísmos, y la decadencia de las nociones globalmente aceptadas de naturaleza y bien de la herencia helena.
La noción de nacimiento tenía además una función de legitimación legal. Fundaba la autoridad para obligar al conjunto social. Precisamente, en ese sentido las constituciones modernas reemplazan el factor divino (sea el trascendente Yahweh, fundador de la fraternidad, o el inmanente Logos normador de la phýsis), pues no sólo tienen el sentido de un escrito fundante, sino la soberanía legitimatoria del acto de fundar mismo. Pero aquí se muestra la paradoja que Russell ve en lo que sería un género supremo de lenguaje, o el juego del lenguaje que abarque a todos los términos. Para nuestros fines: o esa autoridad forma parte del conjunto de las autoridades y su finalidad es una entre las demás, por lo que su respuesta no es suprema y última, o bien no es parte del conjunto de los géneros, y por lo tanto no abarca todas las finalidades y autoridades, pues queda exceptuada e injustificada la suya. Derrida ha llamado a esto “fundamento místico de la autoridad”.[19] Esta idea implica que quien intente remitir su autoridad a algún tipo de fundamento certero, la aniquila.[20] Por ello el discurso sobre el origen y lo que de él se desprende, encuentra en sí mismo su fuerza realizativa. Su autoridad sería aporética si intentara fundarse en algo más. Esto tiene una doble consecuencia. Por una parte, los proyectos políticos comprenden que la autoridad debe imponerse para fundar un orden legal, y la imposición no puede carecer de fuerza. Por otra parte, es preciso delimitar a quienes comprenderá ese orden, cuáles serán los límites de esa “fraternidad” que acaba de instaurarse.
En Mi lucha Hitler retoma argumentos con resonancia nietzcheana para rechazar al judaísmo, a la socialdemocracia y el marxismo, al parlamentarismo y el catolicismo, por estar todos ellos inspirados por un principio universalista, incapaz de dar cuenta ni del particularismo alemán ni del carácter específico del héroe romántico. Esto le conduce a escribir:
El destino mismo se encargó de darme la respuesta al engolfarme en la penetración de la doctrina marxista para de este modo estudiar minuciosamente la actuación del pueblo judío. La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático de la Naturaleza y coloca en lugar del privilegio eterno de la fuerza y del vigor, la masa numérica y su peso muerto. Niega así en el hombre el mérito individual e impugna la importancia del nacionalismo y de la raza abrogándose con esto a la humanidad la base de su existencia y de su cultura. Esa doctrina, como fundamento del universo, conduciría fatalmente al fin de todo orden natural concebible por la mente humana. Y del mismo modo que la aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo más grande que conocemos, provocaría el caos, sobre la tierra no significaría otra cosa que la desaparición de sus habitantes. Si el judío con la ayuda de su credo marxista llegase a conquistar las naciones del mundo, su diadema sería entonces la corona fúnebre de la humanidad y nuestro planeta volvería a rotar desierto en el eter como hace millones de siglos(cap. 2).
Luego agrega que al volver a vivir en Munich, ante el recuerdo de la multiculturalidad de Viena “Me descomponía la sola idea de pensar lo que era aquella Babilonia de razas” (Cap. 4). Aquí va unido un ataque al igualitarismo y al parlamentarismo con el desprecio por las comunidades ajenas. El axis mundi de la propia tierra no puede estar sujeto al dominio o injerencia de quienes no tienen esa particular relación con ella. El poder ha de preocuparse entonces por desarrollar los mecanismos de apropiación y desarrollo de lo propio. Además de un prejuicio racial e ideológico, se puede constatar la necesidad de fundar un nuevo tipo de vínculo, donde se trate de una solidaridad y encumbramiento de los miembros de la propia comunidad.
No es vano el uso del término solidaridad. Cuando los nazis exigen de cada SS “el sacrificio total de su personalidad en el cumplimiento de su deber hacia la nación y la patria”,[21] están implicando que el colectivo de pertenencia tiene derechos prioritarios sobre la vida del miembro. Es preciso no confundir esto con posturas como las de Levinas, donde se habla de “sustitución”.[22] Si bien es cierto que aquí se afirma que el sujeto es verdaderamente sí mismo cuando recurre sobre sí y encuentra, superando toda donación de sentido de su parte, una presencia de otro por el cual se siente ajeno, de ningún modo implica esto la necesidad de la respuesta. No hay determinismo natural ni político. No hay un comisario del pueblo que ejecute a quien se niega a sacrificarse en nombre de su vínculo de solidaridad. Pero hay más. El sujeto que se reconoce como irreemplazable ante la llamada de la necesidad de otro, no puede limitar su respuesta a un círculo de elección. En esto es Levinas heredero del universalismo monoteísta. Puede, ciertamente, limitar la responsabilidad apelando a la noción de justicia griega (que limita lo ilimitado de la responsabilidad). Pero la responsabilidad es precisamente ilimitada, desfasada de fronteras. Es preciso confrontar esta noción de responsabilidad con el concepto de solidaridad, pues no sólo es riesgoso en manos de un sistema racista y totalitaria.
Todorov ha analizado la cuestión de la solidaridad entre las víctimas de los totalitarismos. Enmarca su análisis en la diferenciación de virtudes heroicas y virtudes cotidianas en los campos. Una de estas es el cuidado, y por ello trata de identificar las manifestaciones de este cuidado. Es aquí donde trata de deslindar el cuidado de la solidaridad de los miembros de un mismo grupo.[23] Afirma que
la solidaridad en el interior de un grupo significa que ayudo automáticamente a todos sus miembros y que no me siento involucrado en las necesidades de quienes no pertenecen a él. La solidaridad comprendida como una mutualidad de ayuda no hace más que extender cualitativamente el principio del interés personal.
Comprendida así, la solidaridad sería cuidado por los “propios” y desamparo de los “ajenos”. Esta se manifestaba en los campos de concentración, por ejemplo, en la protección que existía entre connacionales, o entre los que provenían del mismo grupo político. Por ello agrega que
Actuar por solidaridad con su propio grupo era un acto político, no moral: no había elección libre, y se particularizaba el juicio en lugar de universalizarlo. Eso no quiere decir que se pudiera o que se debiera prescindir de la solidaridad: no puede imaginarse un sistema de seguridad social (que no tiene nada que ver con la moral) extendido generosamente a todos.[24]
Estas nociones son francamente problemáticas. ¿El acto político no es moral? ¿El acto político no incluye la elección libre? Sin embargo, es bueno reconocer que el sentido de pertenencia (allende sus motivaciones y prácticas posibles), no es sinónimo de la noción de fraternidad inspirada en un tipo de responsabilidad que no conoce el límite racial, cultural, político.
Hemos afirmado en esta segunda sección que la fraternidad implicaba un tipo de política comprendida como cuidado no limitable. Dijimos además que, por el contrario, pensar desde una categoría donde la “fraternidad” remite a un pasado fundador de la autoridad, no solo implica un contrasentido al caer toda posibilidad de hallarlo, sino que se abre a prácticas que subsumen al individuo a la comunidad, quitándole toda valía propia, y además limitan a esa comunidad acotada de pertenencia sus responsabilidades. A la primera paradoja de constitución futura en base a un pasado ya constituido, le sumamos aquella de una autoridad fundada sobre la obediencia de quienes se conciben limitados y ordenados por su comunidad de referencia. ¿Existe alguna posibilidad de ver estos problemas en el juego de superposiciones con nuestra historia?
En su Dogma socialista, Echeverría sostiene que los actos egoístas atentan contra la fraternidad, la cual aún encuentra cierto sustento en “la ley de Dios y de la humanidad”. La tiranía es la encarnación del egoísmo, la fraternidad es condición de posibilidad de unión y patria.[25] Lo que él llama su “dogma” es la configuración de una serie de creencias que puedan incluir los intereses de todos los participantes de la sociedad. Es precisamente por no poseer “creencias comunes”,[26] que se resiente la condición de posibilidad de “regeneración” y “reorganización” de la sociedad. Estas creencias parten de “determinar primero lo que somos, y, aplicando después los principios, buscar lo que debemos ser”.[27] Para esta determinación, una de las cosas que debe hacerse es ver las reputaciones de los hombres públicos, colocarlos en el lugar que les toca, y “escribir la biografía de los que deban merecer honra y respeto de la posteridad”.[28] Aún cuando no se remite aquí a un cementerio patriarcal común, semilla de la posteridad, sí se encuentra una concepción narrativa del pasado y del futuro al que da a luz. No se concibe aquí una nación ya configurada –las realidades de las luchas intestinas lo prohíben- pero se apela a otro tipo de mecanismo que no es meramente político para narrarse. Los posibles “pactos” y su dificultad histórica muestran que
Lo deliberativo es más “frágil” que lo narrativo pues deja percibir los abismos que separan los géneros de discursos y hasta los regímenes de frases, abismos que amenazan “el vínculo social”. Presupone una profunda dislocación de los mundos narrados.
Sin embargo, el género deliberativo que corresponde a la vida política, a pesar de no lograr esa unidad, permite un tipo de pluralidad que no responde a la pregunta “¿Qué debemos ser?”
Esta pregunta no se formula en el género narrativo (debemos ser lo que somos, franceses o cashihuahua). La respuesta en el deliberativo es incierta, está sujeta a una dialéctica (en el sentido aristotélico o kantiano) entre la tesis y la antítesis [...] En dos palabras, lo narrativo es un género; lo deliberativo es una disposición de géneros y esto basta para hacer surgir en él el suceso y las diferencias.[29]
Sin llegar a este análisis de Lyotard, Echeverría muestra algo parecido cuando Afirma que para muchos la “patria” es el lugar de su nacimiento, por lo tanto los intereses comunes del sentimiento racional de patria es abstracto e incomprensible para ellos.[30] Echeverría ve sólo dos modos de surgimiento de la unidad: la propagación del dogma que absorba las opiniones y satisfaga las necesidades, y una suerte de aristocrática iniciativa de los más capaces. El ideal es el primero, pero lo ve imposible en momentos de convulsión interna. De todos modos, en estas páginas se identifica paradojalmente a la nación como algo por constituir, sin pasado al que remitirse (esto será heredado por Sarmiento y Alberdi); pero al mismo tiempo se mantiene algún tipo de pasado constante que puede ser regenerado y reorganizado. Así como las virtudes morales clásicas no podían existir una sin las otras, lo mismo sucede con la libertad y la igualdad (política, civil, individual, material).[31] Solo en un régimen democrático es posible esta construcción. La nación no es un datum, sino un ideal regulativo. Y el mecanismo tiene como condiciones de posibilidad la libertad y la igualdad en un sistema de creencias comunes. Estas deben constituirse con narraciones que, a su vez, no sean absolutas. Esto permitirá fraternizar, encarar una relación aún no dada, y hacerlo “fraternizando vosotros con ellos y ellos con vosotros; de lo contrario la guerra no acabará sino por el exterminio de unos u otros. [...] Importa un deber y una obligación que os imponéis. Luego la fraternidad es el deber”.[32]
Hemos usado aquí para nuestros fines a Echeverría. Ciertamente perviven en él las ideas liberales de derechos y libertades individuales, la noción ilustrada de progreso como ley del ser, y la razón del pueblo anterior a la constitución de la nación. No obstante, queda claro que la determinación de la unidad y el poder que de esta se desprende no pretende remitirse a un pasado fundante (aunque hable de grandes hombres y “mártires” del pasado),[33] sino que piensa la fraternidad como tarea.
Frente a estas posturas que suponían una fraternidad “fundante” o una “progresiva”, vale pensar el fracaso de esta posición, frente a los datos históricos (nacionales e internacionales). No puede explicarse este fracaso aludiendo solamente al cambio de comovisión (religiosa-secular) que enmarcó los usos del concepto. Arendt lo plantea como el problema de la relación entre fraternidad e igualdad. Cómo es posible dar testimonio de una experiencia que por sus características y su origen simbólico no tiene otra prueba más que sus sucesivas interpretaciones. La experiencia revolucionaria francesa demuestra, según Arendt, que “la fraternidad no era un sustitutivo de la igualdad”.[34] Ella considera que el jacobinismo y el sistema de partidos (hoy considerado natural), nacidos de la búsqueda de fraternidad, se impusieron contra la multiplicación de consejos fundada en la igualdad. Los representantes o hermanos mayores acallaron las voces de la libertad de los iguales. Isonomía vs. fraternitas. Nos encontramos ante este dilema: la fraternidad es resultado de una idea religiosa secularizada, idea que aparece fundante de la autoridad de las naciones modernas. Y sin embargo, esa fraternidad significó inicialmente una experiencia para-política, extra-política. La fraternidad aparece así, entonces, como condición de posibilidad de las naciones-estado y como descalabro de su autoridad.
 
El testimonio ante la caída de la fraternidad
 
Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes (Mc 10, 41-45)
 
El gobierno como servicio implica un descrédito del poder. No se piensa que el poder pueda alcanzar los niveles más elementales del sujeto, ni en su configuración ni en su acción responsable. Es preciso confrontar esta experiencia (¿política? ¿pre-política?¿ideal regulativo de la política?) con el marco histórico en que se concibe. Pocas décadas después del escrito de Marcos, otro autor escribe “Toda la tierra maravillada siguió a la Bestia, y todos adoraron al dragón porque él le había cedido el poder, y también adoraron a la Bestia , diciendo “¿quién se le puede igualar y quién puede luchar contra ella?” (Ap. 13, 4). La cita expresa de modo alegórico la persecución de Domiciano (81-96). Este era consciente que desde César a Calígula y Nerón muchos habían sido asesinados por aspirar a la monarquía. Por ello decidió ofrecer a Roma un dios, un César divino, él mismo, cuya estatua había de ser venerada en los templos. Deja de llamarse princeps civium y adopta el título dominus et deus. Su régimen de terror no sólo se aplica a los disidentes políticos, sino a todos aquellos que en otros campos pudieran afectar esta hegemonía. Entre estos se hallaban los cristianos, cuyas persecuciones se extendieron hasta Asia Menor. Este grupo rechazaba la adoración de las estatuas imperiales, adoración que debía certificarse con un documento estatal. Reaparece en un nuevo nivel el problema de la fraternidad: como rechazo al injustificado dominio imperial. No se trata solo de una concepción del origen y una concepción de responsabilidad en la tarea fraternal. Es también un rechazo del dominio ilimitado. No obstante, y visto desde la perspectiva de sus atacantes, el cristianismo atentaba contra toda posibilidad de convivencia entre las diversas narraciones nacionales.
De Alethés logos de Celso, sólo tenemos los párrafos citados por Orígenes en Contra Celso.[35] Ciertamente, su recorte no es neutral, sin embargo sirve aclarar, manteniendo una “vigilancia ideológica”, que lo que Orígenes quiere defender no es la solidaridad cristiana o su fraternidad, sino las posibilidades filosóficas de sus postulados. Por ello se puede pensar que no haya modificado la perspectiva sociopolítica de Celso. Celso afirma que los cristianos son hijos de la stasis. Esta “sedición” o división interna les es constitutiva, pues ellos mismos son descendientes de los judíos, que a su vez se separaron sediciosamente de su origen egipcio. Los egipcios, como los demás pueblos “antiguos”, respetaban la antigua unidad del logos en sus múltiples nomoi. Ninguno se creía especial o superior. En cambio, los sediciosos judíos se alejaron de los orígenes compartidos, y por tanto el alejamiento cristiano es doblemente peligroso para la convivencia y el frente común ante los posibles ataques al imperio. Ahora bien, la postura conservadora de Celso no es criticada en sí misma por Orígenes, pues siguiendo a Justino trata de mostrar que toda esa cultura antigua es verdadera en tanto y en cuanto participa del logos cristiano. Lo que ambos no ven, por una ceguera históricamente justificable, es que la sedición sí puede ser un germen de novedad. La novedad es temida por el mundo clásico. Sin embargo la novedad puede, desde la perspectiva de aquellos que sufren los embates de los poderosos, concebirse como un avance si la desobediencia y rebelión conducen al reconocimiento de aquellos. Notablemente aquí, la novedad está dada por aquellos que la Historia no recoge. Más aún, cuando esta lo hace por intereses concretos –pensemos en los martirologios- evita precisamente plantear el problema del testimonio. Si el mártir es un prohombre estoico, tiene razón Celso al privilegiar los ejemplos de Sócrates, Epicteto y otros. El punto está en qué debe entenderse por testimonio.
Lyotard diferencia entre “litigio” y “diferendo”. Mientras el litigio puede remitirse a un tipo de nominación, una legislación y un conjunto de pruebas encerrados en un juego de lenguaje (daño), el diferendo alude a una sinrazón sufrida para la cual aún no hay palabra o posibilidad probatoria (sinrazón). Al aplicar estas nociones a los campos de concentración, afirma que el único testimonio probatorio aceptable de que algo o alguien mataba “es que uno esté muerto, pero si uno está muerto no puede atestiguar que lo esté a causa de la cámara de gas”.[36] O como en Escape to paradise de Jacusso, donde los que han sufrido la tortura sólo tienen cicatrices para mostrar, pero las cicatrices pueden entrar en otros juegos de lenguaje que las convertirían en signos de otras posibles causas. La sinrazón sufrida lleva a sostener que la víctima no puede atestiguar, ya que “o bien el daño de que usted se queja no tuvo lugar y su testimonio de usted es falso, o bien tuvo lugar y , puesto que usted puede testimoniarlo, no es una sinrazón lo que usted sufrió, sino solamente un daño, y su testimonio continúa siendo falso”.[37] Resuenan las palabras de Gorgias sobre lo que hay, lo cognoscible y lo comunicable. Algo exige ser puesto en palabras, pero cuando lo logra, pierde su expresividad del acontecimiento. Por ello sólo es creíble tiempo después y no mientras está sucediendo, e incluso allí está sometido a los revisionismos. Eso no sólo ha sucedido en el momento en que se daban los acontecimientos de las masacres de los armenios y los judíos, y las purgas stalinistas. También pertenece a la historia del colectivo que configura Argentina. Las matanzas fueron descreídas u olvidadas mientras sucedían (por cuestiones territoriales, sociales, políticas y económicas, según cada momento histórico). Y los testigos sólo tienen su palabra para testimoniar. Nadie más puede testimoniar por ellos. Más aún, su testimonio se vuelve doblemente sospechoso cuando se encuentran testigos para los testigos. Así como se ha vuelto sospechoso en la Italia de posguerra la supuesta pertenencia a grupos partigiani, ya que sólo se requería la afirmación de otra persona sobre la actividad de resistencia de alguien por al menos seis meses, para que la primera sea considerada partigiano. De este modo dos supuestos miembros de la resistencia podían testimoniar uno por el otro y viceversa, y de ese modo alcanzar los beneficios que el estado les concedía por su actividad pasada. Pero mientras la sinrazón es sufrida, nada hay que signifique ese sufrimiento. Incluso si los procedimientos de verificación se precisan, estos corresponden a un juego de lenguaje y no hay posibilidad de subsumir géneros de modo reductivo.
Estas nociones del testimonio deben tenerse en cuenta cuando se piensa la propia historia nacional, y los gestos de poder que implicó en su gestación, así como aquellos que lo padecieron, y cuyo testimonio no fue recogido en el momento de la sinrazón ejercida sobre ellos ni después. Estos registros son importantes, ya que muchas veces en nombre de la igualdad formal se avasallaron existencias materiales concretas.
La noción de fraternidad hace sentir su ausencia en los programas de Sarmiento y Alberdi. No se trata solamente de un proyecto que reemplaza la igualdad (civil y política) en el marco del “progreso” por la fraternidad atávica. Se trata también de la pérdida de esa condición de posibilidad de una política no omniabarcante, de una política capaz de reconocer un residuo sobre el cual no puede poder, y del cual debe hacerse responsable. La fraternidad implica no olvidar las experiencias constitutivas de los sujetos, experiencias que han de reconocerse en toda la complejidad de las diversas tradiciones que las atraviesan. No trata de la relación público-privado, o del debate libertad individual-igualdad (política o civil). Se trata del reconocimiento de las tradiciones que incluyen la reflexión sobre el vínculo originario entre los humanos. Tal vínculo genera una noción de igualdad de herencias, al modo de los hijos de un mismo legador. Este puede establecer diferencias entre los herederos, pero nunca por principio. Se trata de una igualdad en la diferencia.
Una de las claves con que se podrían leer los escritos de Sarmiento y Alberdi, es desde el debate que habían sostenido los románticos contra el progresismo ilustrado con respecto al rol de la ciudad. [38] Mientras aquellos sostienen, desde una perspectiva aristocrática, la perdida de los vínculos tradicionales por la migración hacia las ciudades, estos conciben la ciudad como abandono de los lazos opresivos y posibilidad de renovación. Concretamente, Sarmiento piensa que el ideal debe ser la pequeña ciudad de propietarios norteamericanos. Contra el gobernador, reemplazo actualizado de los vínculos virreinales y caudillescos, propone dotar de suficiente poder a los municipios.[39] En cambio, Alberdi propone una “república posible”.[40] Mientras Sarmiento rechaza todo compromiso con el pasado en nombre del progreso, en el mismo nombre Alberdi sostiene una postura conservadora. Sólo se logra vencer progresivamente la resistencia ante la ley. “Alberdi resuelve combatir al caudillismo en sus causas y apoyar la política que prevalecía en el mundo rural. El caudillo, entendido como expresión política del antiguo régimen, no será erradicado hasta tanto no desaparezcan las causas que lo engendraron”.[41] Estas palabras de Botana ayudan a entender el pragmatismo político de un Alberdi no resuelto a dejar caer la finalidad del progreso por el temor a apelar a gobiernos fuertes y centrales. Es precisamente desde este punto que conviene leer la disputa sobre los derechos de los inmigrantes.
Tanto Alberdi como Sarmiento están convencidos que la nación no puede fundarse en el pasado o en lo ya establecido. Aún cuando conciben europea la sangre de sus venas, esta debe renovarse con el injerto anglosajón y francés. Esa sangre porta consigo las virtudes liberales y laborales que harán progresar el viejo tronco argentino heredado de la colonia. Pero es una renovación de lo mismo, jamás implica la apertura a lo desde siempre presente y olvidado, excepto como apelación al temor y argumento ad baculum (la barbarie).
Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de afuera. El indígena nos hace justicia, nos llama españoles hasta el día. No conozco persona distinguida que lleve apellido pehuenche o araucano.
En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta; 1º el indígena, es decir, el salvaje; 2º el europeo, es decir, nosotros los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios de los indígenas).[42]
Lo que legitima el injerto es el porvenir, el final del desarrollo: alcanzar la civilización europea. Sin embargo, ambos autores entran en conflicto al pensar los procedimientos de la libertad e igualdad propuestas. El caso testigo del debate es el tipo de derechos concedidos a los inmigrantes. Mientras Sarmiento sostiene un ideal igualitario de derechos políticos, Alberdi escinde los derechos en políticos y civiles, y mientras concede ilimitadamente estos últimos, restringe la adjudicación de los primeros. Alberdi sostiene que la libertad política es una cuestión de capacidad. Por un lado, piensa que esta capacidad es fruto de costumbres heredadas (y de ahí la importancia de la inmigración), pero defiende que precisamente a los portadores históricos concretos de esas “capacidades” les sea limitado su ejercicio. Por su parte, Sarmiento defiende la plenitud del ejercicio político de los derechos de los extranjeros y de todos los ciudadanos que deben ser instruidos por el sistema público.
No debe haber dos naciones sino la Nación Argentina; no dos derechos, sino el derecho común. Los extranjeros, dice el señor Alberdi, gozan de los derechos civiles y pueden comprar, locar, vender, ejercer industrias y profesiones; las mujeres argentinas se hallan en el mismo caso, como todos los argentinos y todos los seres humanos que no tienen voto en las elecciones ¿Para qué distinguirlos?.[43]
Limitar los derechos políticos es, para Sarmiento, fomentar el egoísmo y el principio de dilución de la “nación” en formación.
Para nuestros fines, lo importante es ver que en estos pensadores aparece la idea de una “filosofía política” nacional comprendida como la gestión de una estirpe hacia el futuro. El futuro justifica el presente. Aún cuando Sarmiento amplía el ejercicio político, no reconoce los “testigos” cuyo testimonio permanecerá por siglos irrelevante. Pretende una liberación de la barbarie y una gestión nacional, pero a partir de una especie de primera “movilización total” al modo de la norteamericana. Salvando las diferencias, la idea de gestar una nación a partir de un colectivo forjado en torno a un ideal de progreso futuro puede hallarse incluso en tiempos recientes. C. Cullen ha argumentado que la verdadera liberación de la filosofía de los proyectos imperiales (tanto de índole científico-epistemológica y liberal-socialista), puede darse a partir de una “guerra integral”:[44] Cullen pretende pensar en situación de guerra, situación que permite descubrir la liberación concreta por medio de la ambigüedad y la recuperación de su carácter originario a nivel popular. Su concepción de “guerra integral” y su apelación a lo popular, remiten en gran medida a las doctrinas de “nación en armas” y de “defensa nacional” que fueron fuertes en el primer período peronista. “Las fuentes ideológicas generales para su caracterización, deben buscarse en la teoría de la ´nación en armas´, concebida por los teóricos del militarismo alemán de la segunda mitad del s. XIX, traducida por el peronismo como la doctrina de la ´defensa nacional´. Sus elementos fundamentales eran: a) el impulso al proceso de industrialización (comenzado en Argentina con anterioridad al peronismo), b) la política de más altos salarios para los sectores obreros como medio par abolir la ´lucha de clases´ y reforzar de esta manera el frente interior”.[45] Impensable es todo cosmopolitismo desde estas premisas.
 
La adopción como respuesta a la nación
 
¿Cómo pensar, entonces, un ejercicio político que incluya la fraternidad como ideal regulatorio y condición de posibilidad? ¿Cómo evitar que la fraternidad caiga en la violencia de su imposición y conlleve un desmedro de la igualdad? La fraternidad ciertamente lleva ínsito un principio material de responsabilidad por el hermano que no está presente en la igualdad formal. En toda familia aparece un factor elemental: la igualdad de los hijos (al menos ante la ley y los bienes que esta prevé). Aunque desde épocas antiguas se privilegiase el derecho de primogenitura masculina, progresivamente se adoptó una perspectiva igualitaria. Sin embargo la igualdad no impide desconocer las características, derechos y responsabilidades especiales que pueden corresponder a nivel individual a cada uno en la prole. Aparece así una extraña paradoja: los iguales son distintos. Se les reconoce con un nombre y una responsabilidad. Pero esa distinción es precisamente la que posibilita su igualdad, de manera tal que para que tal igualdad pueda producirse habrá en ocasiones que privilegiar la diferencia, apoyar la debilidad.
La fraternidad puede forjar vínculos de “solidaridad” excluyentes, en el sentido que Todorov la entiende. Pero puede también significar la adopción de una memoria vicaria que no es la propia, el hermanamiento con una tradición y una serie de valoraciones que no necesariamente corresponden a aquellas presentes en la propia historia. Lyotard comenta la experiencia de los cashinahua, cuando estos relatan una narración tradicional. Ante todo nombran quién les narró esa historia, y al final repiten el nombre propio del narrador. Entre ellos, los “parentescos” no son necesariamente sanguíneos o por matrimonio. Es el nombre personal, nombre que puede ser por adopción o concesión, lo que coloca al miembro en una de las familias que constituyen el grupo. Sólo por el nombre la persona y la comunidad mantienen una identidad. Y ese nombre puede ser adoptado.[46] Desde nuestra perspectiva legal, la adopción es vista como la acción ejercida por quien admite como hijo propio (con todos los derechos y deberes implicados), y la más clara manifestación es el apellido heredado-concedido. Sin embargo, uno puede ver la adopción no sólo en voz pasiva –ser adoptado por- , sino también como una decisión por la cual alguien asume y se apropia de una tradición determinada. Asume su nombre e inserta en ella y su devenir su identidad. Es cierto que las identidades cerradas pueden suponer violencias y exclusiones. Pero comprender las tradiciones como posibilidades abiertas a la adopción, puede significar un redescubrimiento de tradiciones y testimonios olvidados.
Indudablemente, una de las cuestiones más serias es cuál o cuáles cofradías ajenas a las propias han de ser adoptadas, y en qué aspectos. Además, sabemos que toda tradición viva implica la posibilidad de cambiar, pero a la vez marca en gran medida cuáles cambios serán aceptados por su portador. Aquí la herencia de los monoteísmos impacta: las herencias a privilegiar serán la de los desheredados. Entre los desheredados y el resto no hay igualdad formal. Si la relación implicada es la de la fraternidad, no hay escapatoria de la consideración de sus memorias y tradiciones, y de la responsabilidad que esta consideración conlleva.
La antigua relación filosófica universal-particular, en términos políticos, ya no debe plantearse desde la moderna noción de público y privado. Cada sujeto se encuentra hoy participando de diversas comunidades particulares, a las cuales presta su fidelidad en mayor o menor medida, en coherencia, incoherencia o tensión. Debido a ello, no solo hay una crisis de las ideas de nación qua origen común, sino también caen los universalismos religiosos o políticos que pretendieron unificar los proyectos existenciales de sus miembros en un impulso y con un programa común. No obstante, la perspectiva autárquica también ha mostrado sus limitaciones, habida cuenta de los análisis heterocéntricos de la constitución subjetiva. ¿Cómo pensar, entonces, lo público hoy? Ante todo teniendo en cuenta que la relación sujeto-colectivo social, se ve mediada por particularidades comunitarias. Estas imprimen diversas cosmovisiones y paradigmas de interpretación a sus miembros. Lo novedoso (quizás) sea que nos admitimos atravesados por diversas comunidades en tensa relación. Más aún, nos sentimos afectados, conmocionados y atraídos por comunidades que no son las nuestras, pero cuyos proyectos –en parte al menos- compartimos. Esto supo llamarse eclecticismo (y en los viejos manuales era una de las escuelas “decadentes” de la antigüedad clásica). Nos sentimos partícipes (por intereses, por afectos o por reconocimientos racionales) de las valoraciones vitales de otras tradiciones, con las cuales a menudo no compartimos la patria de antepasados comunes, sus creencias religiosas o sus contenidos culturales. Se abre aquí un doble juego que recuerda el debate Sócrates-Protágoras acerca de la posibilidad de enseñar la virtud. Por una parte, aparece la noción de “afinidades electivas”, e.d. una forma de relacionarse con contenidos y modos de ser que nos son afines. Y por otra, podríamos pensar que podemos adoptar (nuevamente, por intereses, afectos o reconocimientos racionales) otras “cofradías”, adquiriendo como todo hijo adoptivo los derechos y deberes de sus miembros, pero sin compartir su “naturaleza” común. ¿Qué sucedería con quien no tiene esa predisposición, esa “afinidad electiva” natural, que le abra a un vínculo particular con comunidades alternativas a la suya? ¿Cómo establecer la posibilidad de “adoptar” de modo vicario las memorias, las luchas y reivindicaciones de otras “cofradías”?
Las preguntas pueden multiplicarse. ¿Qué hacer en un mundo donde el multiculturalismo y la miseria imponen un debate sobre la ética y la política, y sin embargo el debate no puede recurrir a aquellos elementos que históricamente sirvieron como respuesta admitida por el conjunto social, como son la biología del nacimiento común y la isonomía de las instituciones aceptadas? Hay que preguntarse cómo reinstaurar una noción de fraternidad que sólo recurra a los sentidos de las tradiciones que la constituyeron pero sin requerir del mundo vital que la vio nacer. La noción de fraternidad es más exigente que la noción de igualdad, pues esta corre el riesgo de reducirse a un procedimiento formal. La fraternidad encarga al sujeto una responsabilidad que le obliga a cargar con su hermano. La igualdad del origen gesta tales obligaciones, que impide descansar hasta que se vea históricamente realizada. La fraternidad implica liberarse de la noción de solidaridad respecto a la nación, solidaridad que provoca una sensibilidad para los que comparten una etnia, una bandera, un lenguaje, etc., pues enseña a verlos como meras constituciones históricamente situadas. De este modo obliga a abrir el juego de responsabilidades hacia quienes no son, aparentemente, del mismo origen.
 
 
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Notas
[1] Lo cual le permite unificar una serie de enemigos comunes. En sus Fragmentos póstumos (10,2.2) se leen, entre sus cinco “no”: “Mi reconocer y desentrañar el ideal tradicional, el ideal cristiano, incluso donde ya no se pudo vender la forma dogmática del cristianismo. La peligrosidad del ideal cristiano radica en su sentimientos valorativos, en aquello que puede prescindir de la expresión conceptual: mi lucha contra el cristianismo latente (v.gr. en la música, en el socialismo). 3. Mi lucha contra el siglo XVIII de Rousseau, contra su “naturaleza”, contra su “hombre bueno”, contra su fe en el predominio del sentimiento - contra la molicie, el debilitamiento, la moralización del hombre: un ideal que nació del odio a la cultura aristocrática y que es in praxi el predominio de los irrefrenados afectos de resentimiento, un ideal inventado como estandarte para la lucha. - La moralidad del sentimiento de culpa del cristiano la moral del resentimiento (una postura de la plebe).”
[2] Corominas,, J. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid 1973.
[3] Cfr. Berlin, I.: Vico and Herder. The Hogarth Press, London 1976.
[4] Cfr. Herder, J. G. Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit. - Deutscher Klassiker, Frankfurt am Main 1989.
[5] Kant, I. “Sobre el libro Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad de J. G. Herder”, Filosofía de la historia, Ed. Nova, Buenos Aires 1958, p. 107.
[6] Ibid. p. 77.
[7] Kant, I. “Sobre el libro..., op. cit. p. 116.
[8] Moreno, M. Manifiesto de la Junta, Gaceta de Buenos Aires 11 de octubre de 1810, Levene, R. (comp.) El pensamiento vivo de Moreno, Losada, Buenos Aires 1983, p. 62.
[9] Ibid. p. 63.
[10] Ibid., 2 de noviembre de 1810, p. 106.
[11] Ibidem.
[12] Ibid. 22 de septiembre de 1810, p. 78.
[13] Cfr. pp. 108; 124.
[14] Cfr. Jaeger, W. Paideia, F.C.E. México 1987, p. 298.
[15] Cfr. Arendt, H. La condición humana, Paidós, Barcelona 1998, pp. 41ss.
[16] Ibid. p. 42.
[17] Arendt, H. Sobre la revolución, Alianza, Buenos Aires 1988, p. 219.
[18] Para la particular situación argentina en general y específicamente cordobesa es importante acudir a Morelo, G. Cristianismo y revolución, Educc, Córdoba 2003.
[19] Derrida, J. Fuerza de ley, Tecnos Madrid 1997.
[20] Ibid. p. 29.
[21] Hoess, R. Le commandant d´ Auschwitz parle, cit. en Todorov, T. Frente al límite, S, XXI, México 1993, p. 186.
[22] Cfr. Levinas, E. De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1986, cap. 4.
[23], pp. 89ss.
[24] Ibid. p. 91.
[25] Echeverría, E. Dogma socialista, Hyspamérica, Buenos Aires 1988, p. 120.
[26] Ibid. p. 166.
[27] Ibid. p. 22.
[28] Ibid. p. 21.
[29] Lyotard, J.F. La diferencia, Gedisa, Barcelona 1999. p. 174.
[30] Echeverría, op. cit. p. 58.
[31] Ibid. pp. 42s; 92s, 115.
[32] Ibid. p. 78.
[33] Ibid. p. 106-
[34] Arendt, Sobre la revolución, op. cit. p. 257.
[35] Orígenes, Contra Celso, B.A.C. Madrid 1967.
[36] Lyotard, op. cit. p. 15.
[37] Ibid. p. 17.
[38] Cfr. de Azúa, F. “El artista de la modernidad”, en Baudelaire y el artista de la vida moderna, Pamiela, Pamplona 1992.
[39] Sarmiento, D. F. Comentarios de la constitución de la Confederación Argentina, 1853, Obras completas de Sarmiento, Buenos Aires 1948-1956VIII, p. 29.
[40] Alberdi, J.B. Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Pl.us Ultra, Sao Paulo 1984, p. 69.
[41] Botana, N. La tradición republicana. Ed- Sudamericana. Buenos Aires 1997, p. 350.
[42] Alberdi, J.B. Bases y puntos de partida , op. cit. pp. 82-83.
[43] Sarmiento, Comentarios, op. cit. p. 325.
[44] Cullen, C. “El descubrimiento de la Nación y la liberación de la filosofía”, en Hacia una filosofía de la liberación latinoamericana, Bonum, Buenos Aires 1973.
[45] Bobio, N. et al. Diccionario de Política, II, Siglo XXI, México 1998, p. 1179.
[46] Lyotard, op. cit. pp. 176ss.
 

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