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Andres Matta

 
 “Guerra Justa y Derechos Humanos. Notas para la interpretación de la guerra preventiva[1]
 
Entre las paradojas que ofrece la realidad internacional a quienes intentan encontrar en ella signos del ocaso del proyecto de la modernidad, o bien las señales de un rumbo inexorable y traumático de la humanidad hacia la conclusión de aquellos ideales, sin dudas el fenómeno de las “guerras preventivas” se presenta como una de las más relevantes y urgentes de resolver. Se trata de una paradoja, porque alrededor del hecho político y militar, abundan los discursos profusos en neologismos y los debates sobre un “nuevo orden” mientras simultáneamente reviven teorías que se creían perimidas, en lo que constituye un verdadero retroceso en el terreno de la política y el derecho internacional. 
Sin dudas la invasión y posterior ocupación por parte de EE.UU. y sus aliados a Irak, constituye un hito significativo en esta serie de “nuevas guerras”, entre otros motivos porque su impacto en todo el mundo ha impedido el ocultamiento que ha acompañado estas conflagraciones contemporáneas, comenzando por el uso de un lenguaje que pretende esconder la violencia alimentando el nuevo idioma de este siglo de “globalización de la violencia” con conceptos como “bombas inteligentes”, “ataques quirúrgicos” y “daños colaterales”. Nos enfrentamos a una situación histórica que obliga a buscar nuevas respuestas e interpretaciones desde la ética, el derecho, la ciencia política y la economía, así como a encontrar renovadas estrategias de organización y movilización colectiva.
Sin pretender responder a todas las preguntas que la problemática despierta, intentaremos orientar nuestro razonamiento hacia una lectura crítica de algunos de los discursos imperantes en este momento desde una perspectiva ético-política. Mediante este breve recorrido se dará cuenta especialmente de la coexistencia de nociones divergentes en occidente acerca del carácter “justo” de las guerras preventivas a las que por el momento sólo asistimos como espectadores.
Entre estos discursos recientes prestaremos especial atención a algunos de los principales líderes políticos intervinientes, pero además a los sectores intelectuales que se han pronunciado sobre el tema. Por su trascendencia en términos filosóficos y por el prestigio intelectual de muchos de sus firmantes, dedicaremos un lugar relevante a la denominada “Carta de América”, publicada en el año 2002 de la que realizaremos una lectura crítica.[2]  
Para cumplir con el propósito al que me he referido, luego de presentar algunos fenómenos emergentes alrededor del problema de la justicia de estas intervenciones armadas, daremos cuenta de tres temáticas que permitan comprender cuáles son los principales ejes del debate. Sin la pretensión de agotarlas sino tan sólo de presentar lo que consideramos los elementos interpretativos más relevantes, señalaremos en primer término la crisis del concepto de soberanía con el consiguiente debate sobre la legitimidad en la intervención en los Estados. En segundo término, veremos cómo junto a esta crisis asistimos al resurgimiento de antiguas teorías que justifican el uso de la violencia en estas intervenciones, en lo que podemos llamar el resurgimiento de la antigua cuestión de la “guerra justa” o el ius ad bellum. Finalmente, intentaremos mostrar como ambos fenómenos hunden sus raíces argumentativas en una concepción de los derechos humanos que debe ser despojada de sus desviaciones etnocéntricas por un lado y por otro, debe delimitar claramente el plano estrictamente jurídico del moral, a riesgo de convertir a estos derechos en dogmas de una nueva “religión civil”.
 
Preguntas y discursos emergentes en torno a la justicia de la guerra
Probablemente nadie podría acordar en términos absolutos con una guerra ¿Quién podría estar de acuerdo con el desprecio de la vida humana, la mutilación, el pánico, las hambrunas y la muerte de inocentes, horrores habituales de estas y todas las guerras? Quizás hay que buscar allí la principal razón de la reacción emotiva espontánea que hemos visto expresarse en todo el mundo bajo un común discurso que señala que estas guerras son injustas. Pero no obstante compartir esta reacción, una primera tarea es sospechar metodológicamente del emotivismo moral. De guiarnos por él, lo que hoy nos horroriza, mañana podría llegarnos a parecer absolutamente lógico. 
Por tanto cabe preguntarnos críticamente ¿Qué hace que estas guerras sean calificadas como injustas? Sin dudas entre los argumentos esgrimidos se hallan expresiones de distinto valor argumentativo como la pérdida de miles de vidas humanas, la realidad de que gran número de víctimas son civiles, la interferencia en países soberanos sin el aval de la Organización de Naciones Unidas, la relación de fuerzas desigual entre los contendientes, o la existencia de intereses económicos hipócritamente ocultados.
Sin dudas, muchas de estas razones están presentes entre aquellos que rechazan el uso de la violencia, pero simultáneamente, para millones de personas en norteamérica, y en todo el mundo probablemente, ninguno de ellos adquiere validez en estos momentos. Incluso en la Argentina, sabemos de la existencia de sectores que han apoyado las intervenciones de este tipo.
Particularmente interesante es la recurrencia de los argumentos que basándose aparentemente en idénticos valores como la libertad y la justicia o los derechos humanos, son utilizados por actores que se ubican en posiciones contradictorias. Dado que esta situación no es totalmente nueva en la historia, podemos comenzar por reflexionar sobre esto a partir del siguiente texto de Carl Schmit publicado en 1932:
 
“Cuando el Estado combate a su enemigo en nombre de la humanidad no se trata de una guerra de humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado busca apropiarse de un concepto universal frente a su adversario bélico del mismo modo que se puede abusar de la paz, de la justicia del progreso y de la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo y negárselos al enemigo. La humanidad es un instrumento ideológico especialmente manipulable.... “[3]
 
Probablemente muchos pacifistas actuales en un primer momento se sentirían identificados con este argumento. No obstante, esto podría transformarse rápidamente en cierta contrariedad al saber que su autor utilizó este mismo razonamiento una década más adelante para defender a los criminales nazis juzgados en Nüremberg[4]¿Qué valor argumentativo tiene entonces el recurso a los derechos humanos en este contexto?
Otra muestra más de la fragilidad de muchos de los discursos emergentes en la opinión publica es la relación ambigua que tienen nuestras sociedades occidentales respecto a la violencia y la paz. Así parecen mostrarlo una serie de fenómenos concurrentes: irenistas que defienden la paz internacional a cualquier precio y que en el ámbito de sus instituciones ejercen el poder desde la violencia del autoritarismo y la dominación silenciosa; movimientos que repudian la acción de las grandes potencias pero que admitirían una guerra si ésta fuera llevada adelante por grupos minoritarios; países del “mundo libre y democrático” que en aras de la libertad destruyen medios de comunicación e imponen censuras; instituciones políticas y religiosas que en la invasión a Irak abogaron por la paz pero que no levantaron la voz en Kosovo, en Chechenia o en la anterior Guerra del Golfo[5]. ¿Con qué argumentos se condenan las consecuencias de la guerra y no el bloqueo de 10 años que sumió a Irak en la pobreza?¿Qué hay detrás de una sociedad nacional e internacional que conmemora las batallas de ayer mientras repudia las guerras presentes?¿La guerra abierta que vemos no es sólo una manifestación de un orden estructural y sistemáticamente injusto?[6] 
Sin olvidar la existencia de Otros sufrientes para quienes no alcanzan las palabras, y dado que no es posible responder a todas estas inquietudes, avanzaremos al menos hacia la comprensión de algunos de sus principales conceptos implicados, comenzando con el problema suscitado alrededor de la soberanía de los Estados.
 
La crisis de la noción moderna de soberanía
Sin dudas, la crisis de la idea moderna de soberanía de los Estados-Nación es parte de un proceso particularmente acentuado a partir de la posguerra. La noción propiciada por pensadores como Bodin en Les six livres de la République (1576) y que los príncipes europeos consagraran en 1648 durante el tratado de Westfalia señalaba a cada Estado como unidad independiente y no sujeta a ninguna autoridad humana superior, prohibiendo por tanto inmiscuirse en los asuntos internos de los otros Estados. En estos inicios, la soberanía tenía como antecedente al concepto de autonomía individual, dado que por una transposición categorial, se entendía de algún modo que la situación de cada Estado en el contexto de las naciones era similar a la de los individuos en el estado de naturaleza.
La razón de que esta concepción haya ido sufriendo mellas no se encuentra sólo en hechos no controlados de violencia sino también en el consentimiento mismo de las naciones. La Carta fundacional de la ONU y la Declaración de los Derechos Humanos en 1945, los distintos pactos internacionales sobre el juicio por genocidio -entre otros-, son antecedentes de las medidas que rompieron finalmente de forma abierta esta noción durante la guerra de Kosovo en 1999[7].
En rigor de verdad, esta idea de soberanía, que descansó en el consentimiento jurídico, pocas veces fue real en términos efectivos hasta la constitución histórica de los Estados- Nación y aún hoy sobran ejemplos que permiten cuestionar hasta qué punto éstos tienen real autonomía y garantías completas de no intervención por parte del resto de los Estados: en América Latina gran parte de las decisiones de gobierno dependen de las principales potencias a causa de las deudas que tienen con los principales organismos multilaterales; en Europa un único Banco Central dirige las políticas de la moneda común, la Unión Africana llega a acuerdos de mutua intervención, e incluso los EEUU, quizás una de las pocas naciones que podría tener un ejercicio efectivo de su poder dentro de sus fronteras, ha encontrado en Al qaeda un contra poder que sin ser estatal, ha dado muestra de la fragilidad de su control y ha desdibujado el trazado de sus fronteras.
Frente a esta crisis, algunos intelectuales como A. Toffler (2002), proponen derivar hacia un concepto diferenciado basado en la soberanía efectiva, con criterios diferentes para distintos grupos o tipologías de naciones según sea su desarrollo económico y político.
Por su parte, otros como Hardt y Negri (2000) señalan que la declinación de los Estados-Nación no desplaza en cambio a la noción de soberanía, pues ella lleva un nuevo nombre: el Imperio[8]. Este, está constituído por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una única lógica de mando, que sigue dirigiendo la producción económica y social y los intercambios mediante los controles políticos, mecanismos regulatorios y funciones estatales. Su soberanía ya no se extiende a un territorio y su población, sino que pretende regir -más allá de las interacciones- sobre la misma naturaleza humana. Como dicen los autores su control se extiende a la totalidad de la vida social bajo la forma de un “biopoder”.
En este nuevo estado de cosas, la búsqueda de la paz perpetua y universal kantiana, sigue siendo la principal dedicación en el discurso del Imperio, aunque su práctica esté basada frecuentemente en la violencia. Como una suerte de heraldo del nuevo orden, F. Fukuyama sostuvo que la era de los grandes conflictos había finalizado, porque el poder soberano ya no confrontaría más a sus Otros ni miraría a su exterior, sino que se expandiría progresivamente más allá de sus fronteras para abarcar a la totalidad del planeta como su propio dominio. Al no existir ya un “afuera”, el Imperio no fortifica sus fronteras para empujar a otros al exterior, sino que los empuja hacia adentro, a su “pacífico” orden.
Pero la debilidad de los Estados o la existencia de nuevas instituciones supranacionales, no constituye la única causa de la crisis de la noción de soberanía. Desde el punto de vista ético y jurídico, esta situación ha sido reforzada por la cuestión vinculada a las “intervenciones humanitarias”, denominadas también como “intervenciones paternalistas” (Garzón Valdés, 1990). Frente a la prohibición moderna de interferir en el interior de los límites estatales, diferentes autores retoman la línea argumentativa también asociada a la tradición moderna, y vinculada al imperialismo colonial que señalaba que aún no intervenir es una forma de intervención: “la no intervención es un término de la metafísica política que significa más o menos lo mismo que intervención” (Telleyrand) o como escribió D. Hume; “es comportarse con total despreocupación y pasividad frente al destino del mundo” (en Garzón Valdés Op. Cit.).
No obstante, como sugiere contemporáneamente E. Garzón Valdés, la razón fundante del renovado concepto de intervención, ha dejado atrás buena parte del pensamiento moderno a partir de la revisión de la mencionada identificación entre los Estados y los individuos. En efecto, aquellos no tienen derechos morales: el objeto de la preocupación moral es la persona individual.
Realizando una apretada síntesis del pensamiento de este autor, la intervención (paternalista) es por tanto justificable cuando se dan dos razones necesarias y suficientes: cuando un país no está en condiciones de superar por sí mismo un mal y cuando la medida de intervención no tiene por objeto manipular al país intervenido en beneficio de la potencia interventora.
Estas dos razones, generan tipologías como las tres siguientes:
a. Aquellos casos donde se sacrifica el principio de soberanía por el de autodeterminación, como el apoyo a las luchas de liberación (donde el gobierno es ilegítimo y los gobernados precisan de apoyo, no importando si el gobierno es foráneo o nativo). Esta ilegitimidad podría incluir también aquellos casos donde existe una violación de los Derechos Humanos.
b. Cuando una potencia extranjera impone contra la voluntad de gobierno y gobernados medidas sanitarias (siempre que no haya una manifestación expresa de la sociedad). Este caso se basa en el argumento de que “no siempre uno sabe mejor que nadie lo que necesita”.
c. Los casos de pueblos con una “incompetencia básica”, como los citados por S.Mill[9] como “bárbaros” o los “amentes” mencionados por F. de Vitoria (1974) en tiempos de la conquista:
 
“(...) los bárbaros, aunque como antes dijimos, no sean del todo amentes, distan, sin embargo, muy poco de los amentes, lo que demuestra que no son aptos para formar o administrar una república legítima en las formas humanas y civiles. Por lo cual, ni tienen una legislación adecuada, ni magistrados, y ni siquiera son lo suficientemente capaces para gobernar sus familias. Carecen también de conocimientos de letras y artes, no solo liberales, sino también mecánicas, de nociones de agricultura, de trabajadores y de otras muchas cosas provechosas y hasta necesarias para los usos de la vida humana” (De Vitoria,pp.103-104)
 
Este argumento, uno de los de mayor complejidad para su aplicación, ya había sido cuestionado por F. Suarez (1975) en una etapa de estabilización del Derecho Indiano entendiendo que su puesta en práctica debía ser poco frecuente:
 
“Ante todo este título no puede tener una aplicación general, porque es evidente que hay muchos infieles mejor dotados que ciertos cristianos y más dispuestos para la vida política. Además, para que este título sea válido no basta creer que un pueblo determinado es menos inteligente. Es necesario que esté tan atrasado que regularmente vivan más como fieras que como hombres, como dicen que viven aquellos pueblos que no tienen ninguna organización política, que van enteramente desnudos y se alimentan de carne humana. Si existe esta clase de hombres se les puede sujetar por la guerra, no para destruirlos, sino para organizarlos de modo humano y para que sean gobernados con justicia. Mas este título rara vez o nunca debe ser admitido, excepto cuando medien muertes de inocentes y otros crímenes parecidos. Así que este título pertenece más bien a la defensa que a la guerra agresiva.” (Suarez, pp.88-89)
 
Sea que se acepten las intervenciones, tal como lo ha ido demostrando el consenso que éstas han tenido en las Naciones Unidas, o que se rechacen como medidas imperiales, tal como lo señalan ciertos intelectuales, lo cierto es que este proceso de deconstrucción de las soberanías estatales se hallaba inconcluso al momento de iniciarse esta serie de nuevas guerras. Este estado de indefinición genera la coexistencia de concepciones diferentes y su consiguiente conflicto de justificaciones [10].
Aceptemos momentáneamente que los argumentos esgrimidos para la intervención humanitaria son suficientes ¿Pero qué sucede cuando las intervenciones traen aparejadas además la guerra y la muerte? ¿Siguen siendo justificables las operaciones en las que los derechos humanos que se pretenden defender son quebrantados?
 
El resurgimiento de las “guerra justas”
La pregunta acerca de la legitimidad de las intervenciones violentas y que implican una declaración de guerra, nos lleva a dar cuenta de una teoría que en los últimos años ha resurgido en círculos intelectuales y políticos, una antigua justificación que gran parte de los juristas contemporáneos ya consideraban perimida: la cuestión del ius ad bellum o de las “guerras justas”.
De manera sintética podríamos comenzar diciendo que los sectores que han invocado en todas las épocas la teoría de las guerras justas, se han fundado en una lectura moralizante de la historia y de la ley. Esto mismo es lo que leemos en la Carta de América (2002):
“Sin embargo, la razón y una reflexión moral atenta nos enseñan que la mejor réplica al mal es ponerle fin. Sucede que en ciertas circunstancias la guerra sea no sólo moralmente permitida sino hasta moralmente necesaria para responder a las ignominiosas demostraciones de violencia, de odio y de injusticia. Esto es lo que sucede hoy.”
La idea de «guerra justa» tiene su origen en diferentes  tradiciones morales laicas y religiosas del mundo. Tanto judíos, cristianos como musulmanes, han reflexionado sobre la idea de una guerra justa, sobre la base de un “derecho” fundado generalmente en la moral religiosa. Probablemente una de las más conocidas actualmente es la djihad islámica, que ha consagrado la “lucha en el sendero de Dios” y que posee ciertamente principios que la regulan.
En nuestra cultura cristiana, una de las primeras justificaciones es la elaborada por San Agustín en La Ciudad de Dios. Allí se señala que si bien el cristiano puede renunciar incluso a su propia defensa, no podemos dejar de tomar las armas para proteger al inocente y de actuar contra el mandato de amor al prójimo y que la guerra justa es aquella que busca restablecer la paz o “tranquilidad del orden” (San Agustín, XIX).
Desde aquel momento, la Iglesia Católica ha sido una de las principales defensoras y generadoras de la teoría, hasta la década de 1960 y particularmente el Concilio Vaticano II donde de algún modo se produce el abandono de la idea de "guerra justa"[11]. Como señaló por entonces el Papa Juan XXIII: "No es razonable pensar que la guerra sea un instrumento adecuado para reparar las violaciones de los derechos" (Pacem in Terris, n°127). En el Concilio, por otro lado, se destacan textos sobre lo que podríamos llamar incluso una “paz justa”: “La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7)” (Gaudium et Spes, n° 78).
 
¿Por qué entonces este renovado interés en el concepto de bellum iustum, o “guerra justa”? No es casual que una noción ligada a los antiguos órdenes imperiales haya comenzado a reaparecer recientemente como recurso de las discusiones políticas, particularmente a partir de la Guerra del Golfo[12]. El documento citado de los intelectuales norteamericanos, rescata esta idea de guerra justa, basada en la creencia que la razón moral universal, también llamada ley moral natural, puede y debe aplicarse a la guerra [13].
Esta teoría se opone en general a otras tres visiones de la guerra: el realismo, que considera que la guerra constituye esencialmente un conflicto de intereses, poder, necesidad o supervivencia, impugnando la pertinencia de un análisis moral  abstracto; la guerra santa, fundada en la creencia de que Dios autoriza la coerción y la muerte de los no creyentes o del surgimiento de una ideología laica que autorice la coerción y la muerte de los no creyentes; finalmente el pacifismo, que considera que toda guerra es intrínsecamente inmoral (tanto en sus versiones quietistas como las de la resistencia pacífica).
¿Cuáles son las condiciones de una guerra para ser justa según esta teoría? Históricamente la guerra justa se justificaba en tres escenarios: defensa contra una agresión, recuperación de algo arrebatado por la fuerza o combate contra el mal, excluyendo las guerras de conquista. Una síntesis de sus principales principios podría ser la siguiente: a) Que la guerra sea proclamada por una autoridad legítima, b) que la decisión de combatirla provenga de una causa justa y la intención de quien la combate se dirija al bien (ius ad bellum), c) que los medios bélicos discriminen entre combatientes y no combatientes (principio de discriminación), d) que la violencia sea proporcional a los daños que se hayan sufrido (principio de proporcionalidad), e) que no se inflijan sufrimientos inútiles al derrotado (ius in bello)  [14].
Respecto a la legitimidad de la autoridad, los teóricos norteamericanos citados señalan que esta norma que eliminaba la anarquía ocasionada por guerras privadas hoy en día se aplica perfectamente a los agresores del 11 de septiembre cuya acción por tanto es “moralmente inaceptable”. No obstante, esta regla no podría aplicarse a las guerras de independencia o sucesión (porque no son conflictos internacionales. y porque,  en estos conflictos es precisamente la legitimidad pública lo que está en entredicho) o cuando las armas son tomadas para resistir una opresión (la carta de América pone a título de ejemplo el levantamiento del ghetto de Varsovia en 1943).
Respecto al principio de discriminación, éste transforma en una falta moral el ataque a civiles por espíritu de venganza o para disuadir eventuales agresores. No obstante, señalan que “en ciertas circunstancias y en cierto marco” podría justificarse moralmente una acción militar que pudiera provocar  la muerte “no intencional pero previsible” de los no combatientes. Cabe aquí preguntarnos como lo señala J. Habermas en su Carta a América (2002) si no debiera analizarse con mayor detenimiento el tema de los “daños colaterales” bajo este principio y relacionarlo con el principio de la proporcionalidad. Del mismo modo, menos patentemente manifiesta quizá, pero no por ello de manera menos concreta, deberíamos preguntarnos cuál es el criterio de evaluación moral de este principio ¿Cuál es, de hecho, el umbral más allá del cual el número de niños que a causa del embargo a Irak murieron por falta de medicamentos, deja de ser proporcionalmente aceptable, respecto a la gravedad de la amenaza representada por el régimen de Saddam Hussein, contra el que se decretó el embargo?[15]
El carácter “preventivo” de estas guerras incorpora además una serie de dificultades desde el punto de vista normativo. H. Cuberton (2003) señala entre ellos tres: la realidad de que una guerra preventiva difícilmente pueda constituir el último recurso, dado que la naturaleza misma de estas situaciones no lo permite; la dificultad para determinar una justa causa, que genera ambigüedad entre la defensa propia y la agresión lisa y llana; las implicancias de una aceptación generalizada de esas prácticas, que podrían llevar a una serie interminable de medidas unilaterales.
Además del rescate de la teoría de la guerra justa, muchos de los últimos documentos publicados a su favor señalan con claridad que los sectores que la sostienen no reconocen a la aprobación internacional como una “exigencia justa” ni a la ONU como instancia capaz de reglamentar el uso de la fuerza. Pero paradójicamente, los EEUU y sus aliados formaron parte de los sucesivos consensos que fueron eliminando a la guerra como un recurso válido para resolver conflictos y que -de hecho- hicieron que el ius ad bellum no sea estrictamente un derecho, sino el “estado de naturaleza”, la situación anómica de las relaciones internacionales previas a la existencia de los pactos modernos como había prefigurado Kant en La paz perpetua (1999). Así, el recurso a la guerra fue limitado por el Pacto de la Sociedad de Naciones, luego prohibido por el Pacto de París (o Pacto Briand-Kellogg) y por la Carta de las Naciones Unidas. En el Pacto de París, los Estados contratantes declararon que condenaban "el recurso a la guerra para solucionar diferendos" y que renunciaban a él "como instrumento de política nacional". La Carta de las Naciones Unidas prohíbe por su parte todo recurso a la fuerza en las relaciones internacionales, con excepción de la acción coercitiva colectiva prevista en el Capítulo VII y del derecho de legítima defensa individual o colectiva reservado por el artículo 51[16]. Desde los Tribunales de Nüremberg y Tokio la proscripción de la guerra del Pacto de París se convierte en un delito penal: no sólo son delitos los crímenes de guerra sino la guerra misma.
No obstante, según leemos en la Carta de América, si bien no es legítimo hacer uso de la fuerza cuando puede ser resuelta por negociación, mediación u otro medio no violento, y la guerra es sólo la “ultima instancia”, se cuestiona la intervención de los organismos como la ONU. En primer lugar por ser considerado una novedad: “la aprobación internacional nunca fue considerada por los teóricos de la guerra justa como una exigencia justa” [17]. Por otro lado porque nada prueba que ésta pueda decidir cuándo y en qué condiciones pueda justificarse recurrir a las armas. Además de esto, según los firmantes, la misión fundamental de la ONU es humanitaria y no de seguridad, por lo cual, realizar esfuerzos en este segundo sentido sería desviarse de sus fines comprometiéndolos y haciendo de la ONU una “pálida imitación de un Estado” pues “reglamentar el uso de la fuerza” internacionalmente “sería un proyecto suicida”.
Uno de los últimos discursos del presidente G. W. Bush (2002) es aún más desafiante: “Deben ser las resoluciones de la ONU acatadas o ignoradas sin consecuencias? ¿Servirá la ONU a los propósitos de su fundación o será irrelevante?” [18].
 
Los derechos humanos y la guerra justa
“Hoy asesinos organizados, infiltrados en el mundo entero nos amenazan. En el nombre de la moral universal, y plenamente concientes de las restricciones y exigencias de la guerra justa, apoyamos la decisión de nuestro gobierno y de nuestra sociedad de utilizar contra ellos la fuerza armada. Al mismo tiempo afirmamos solemnemente en una sola voz que es crucial para nuestra nación ganar esta guerra. Luchamos para defendernos, pero también creemos luchar para defender los principios de los derechos del hombre y de la dignidad humana que son la más bella esperanza de la humanidad.” (Carta de América, 2002)
En este breve recorrido, hemos observado cómo el debilitamiento de la soberanía de los Estados-Nación no sólo de facto sino en términos de su legitimación racional, y el resurgimiento de la teoría de las guerras justas tienen un elemento común: en ambos casos, se recurre a una suerte de “norma superior” dada por los Derechos Humanos como argumento central para cualquier intervención sea ésta pacífica o armada.
Por este motivo, y a modo de conclusión, deberíamos aquí señalar la necesidad de evitar una suerte de nuevo fundamentalismo, so pena de reeditar la doctrina de las “guerras santas” basadas esta vez en una “religión civil”.
Para desvincular la cuestión de estos derechos de la justificación de la guerra, en primer lugar debemos señalar en el discurso de los sectores belicistas actuales ciertas desviaciones que dejan entrever que la defensa de los Derechos Humanos no es sino una apología etnocéntrica de los valores occidentales. Así parece sugerirlo una frase de la Carta de América que no debería pasar desapercibida: “No podemos imponer principios morales a otras sociedades si, al mismo tiempo, no reconocemos nuestras propias faltas a  esos principios”. Donde el buen entendedor podría leer: “Si reconocemos nuestras propias faltas a los principios morales, entonces podremos imponerlos a otras sociedades”. Así parecen sugerirlo más aún los discursos de los líderes políticos que entre estos valores y principios a defender se hallan la democracia y la “libertad económica” (Bush, 2002).
De ser correcta esta interpretación, hemos entonces de darle la razón a Noam Chomsky quien en 1991, a propósito de la doctrina que “justificaba” la primer invasión a Irak ya decía: “El supuesto subyacente es que el sistema norteamericano de organización y poder social, y la ideología que la acompaña, debe ser universal. Cualquier otra cosa es inaceptable. Ningún desafío puede tolerarse, ni siquiera la fe en la inevitabilidad social de algo distinto. Si este fuera el caso, toda acción emprendida por los Estados Unidos para propagar su sistema e ideología sería defensiva” (Chomsky, 1992).
En segundo término, hay que señalar la tendencia creciente a una transformación de los derechos humanos en dogmas de una nueva religión universal que convierte a sus defensores en misioneros, y a las acciones en su defensa en verdaderas “cruzadas”, legitimando intolerancias, manipulaciones y persecuciones de manera no distinta a las religiones históricas, en el nombre de las cuales, en el pasado han sido quemados los herejes, perseguidos los "infieles" y llevadas a cabo guerras sangrientas[19].
Esta mutación debe lerse como un retroceso si se investiga la historia del vínculo entre la moral y el derecho internacional, particularmente en el tema de las guerras justas. Ya Grocio si bien mantiene su adhesión a la doctrina escolástica del bellum iustum sienta las bases de un derecho internacional basado en el derecho positivo y fija así los primeros jalones que llevarán a la aprobación de leyes y costumbres de la guerra que están actualmente en vigor. No obstante, es de Vattel (1714-1767) el mérito de haber cuestionado, por primera vez, cuando no la doctrina de la guerra justa, al menos, sus paradojas:

"La guerra no puede ser justa por ambas partes. Una se atribuye un derecho, la otra lo cuestiona; una denuncia una injuria, la otra la niega. Son dos personas que se disputan por la verdad de una proposición. Es imposible que dos sentimientos contrarios sean verdaderos al mismo tiempo. Sin embargo, puede suceder que ambos contendientes obren de buena fe. Y en una causa dudosa, no se puede determinar con seguridad de qué lado se encuentra el derecho. Luego, como las naciones son iguales e independientes, y unas no pueden erigirse en jueces de otras, en toda causa sujeta a duda, las armas de ambas partes beligerantes deben considerarse legítimas, al menos en lo que concierne a los efectos externos y hasta que se decida sobre la causa." [20]
 
Así, la identificación de derecho y moral de la tradición romano-germánica que prevaleció en la Edad Media, comenzó a resquebrajarse en el Renacimiento desarrollándose independientemente el derecho internacional con pensadores como Grocio y Pufendorf y las utopías de la paz perpetua que fueron desde Bernardin de Saint Pierre hasta Immanuel Kant. Tal como aparece en la obra kantiana, la paz se mostró como ideal de la razón, como categoría crítica llamada a unificar al imperativo ético y el derecho. Incluso las ideologías contemporáneas descansaron sobre estos grandes supuestos: el liberalismo que descansa en la fuerza del derecho y el socialismo que busca la unidad internacional a través de la organización de las luchas y la suspensión del derecho.
Contemporáneamente, entre otros autores, H. Kelsen (1920) pensó, dentro de la tradición kantiana, en un concepto de derecho que se volviera una organización de la humanidad y pudiera en consecuencia identificarse con la suprema idea ética”[21]. Pero si bien es cierto que cada sistema jurídico es, de algún modo, la cristalización de un conjunto de valores éticos, numerosos discursos de este nuevo Imperio –al decir de Hardt y Negri (Op. Cit.)- empujan la coincidencia y universalidad de lo ético y lo jurídico hasta el extremo: en el Imperio hay paz, en el Imperio hay garantía de justicia para todos. Desde esa coincidencia los poderes dominantes conducen las “guerras justas” . Así la noción de guerra justa que en la antigüedad era celebrada como un instrumento ético, y luego rechazada por el pensamiento político moderno y la comunidad internacional de Estados-Nación ha reaparecido en la posmodernidad reduciendo la guerra al status de acción policial para alcanzar la paz y el orden[22].
 
Tal como lo señala la Carta de América, los valores que se pretende defender en estas guerras se consideran universales y eternos, por lo que el orden jurídico y por ende político que sustenta también se presenta de igual modo abarcando a todo el mundo civilizado. Merced a esto, el “derecho de intervención” sobre el que hemos reflexionado, y que está entre los aquellos acordados en el seno de la ONU es utilizado no ya para asegurar los acuerdos internacionales aceptados voluntariamente sino que, en una suerte de declaración de emergencia permanente, éste se legitima como derecho policial en aras de los valores universales[23]
Como ha señalado recientemente J. Habermas (2002), podemos interpretar este punto como un conflicto entre la filosofía del “nacionalismo liberal” y el “cosmopolitismo”[24]. Mientras la primera defiende sus valores como universales, la segunda, propone un nuevo orden fundado en una ciudadanía cosmopolita con un derecho cosmopolita, implicando en ello a las reformas necesarias de las instituciones que garantizan estos derechos.[25]
Al respecto, el mismo Habermas ya había destacado que la respuesta correcta al peligro de moralización directa de la política de expansión no es la desmoralización de la política sino la transformación democrática de la moral en un sistema positivizado de derechos, con procedimientos jurídicos para su aplicación y ejecución. De este modo , “el fundamentalismo de los Derechos Humanos se evita no mediante la renuncia a la política de los estos derechos sino mediante la transformación -en términos de derecho cosmopolita- del estado de naturaleza entre los estados en un orden jurídico” (Habermas, 1999).
Esto implica subrayar que el concepto mismo de derechos humanos tiene originariamente una naturaleza jurídica, a pesar de su apariencia moral. Como acuñación del concepto moderno de derechos subjetivos, éstos tienen un contenido y una estructura legal aunque posean su sentido de validez y su fundamentación en un ordenamiento moral que trasciende los ordenamientos jurídicos de los Estados. Es por esto que su violación no es juzgada o combatida directamente desde un punto de vista moral sino como acciones criminales en el marco de un orden jurídico institucionalizado (Op. Cit.). La pertenencia a un orden de derecho positivo y coercitivo requiere por tanto que estos derechos sean garantizados en el marco nacional, internacional o global, situación que hoy se da en algunos Estados, que tiene una débil validez en el derecho internacional y que aún espera su institucionalización en el marco de un orden cosmopolita.
La necesidad de avanzar en la recreación de una política de los Derechos Humanos, debe realizarse en un contexto organizacional adecuado a la nueva realidad mundial. Esta parece ser una de las principales alternativas sugeridas por este recorrido histórico. Como coincidentemente se pregunta también Juan Pablo II (2003):
 
“Y ya que el mundo, incluso en su desorden, se está «organizando» en varios campos (económico, cultural y hasta político), surge otra pregunta igualmente apremiante: ¿bajo qué principios se están desarrollando estas nuevas formas de orden mundial? ¿No es éste quizás el tiempo en el que todos deben colaborar en la constitución de una nueva organización de toda la familia humana, para asegurar la paz y la armonía entre los pueblos, y promover juntos su progreso integral?”
 
Avanzar no implica constituir un super-Estado global sino acelerar los procesos de democratización tanto a nivel nacional como internacional[26]. Mientras se llega al consenso necesario para ello -aparentemente lejano-, la sociedad internacional está dando muestras de numerosas formas de resistencia que creemos no debería cesar. La búsqueda de la paz, implicará quizás modificar también aquella conceptualización de I. Kant, que la definía negativamente como “ausencia de guerra”, en primer lugar, porque el mismo concepto de guerra a perdido sus límites, pero fundamentalmente porque toda guerra tiene causas sociales. La paz debería entenderse como un proceso no violento y constante de eliminación de las tensiones entre los pueblos y de acrecentamiento de la justicia dentro y entre los Estados, agotando todos los medios posibles sin llegar al umbral de la guerra.
 
Pero mientras tanto, inter arma silent leges –entre las armas callan las leyes-. Este adagio latino atribuído a Cicerón parece resumir con vigencia la manifiesta y difícil paradoja de las nuevas guerras que en nombre y en defensa de los derechos humanos se llevan a cabo mediante la violación de aquellos mismos derechos; la paradoja de las guerras que no pueden sino pisar los valores de la ética en nombre de la cual reivindican el deber moral de luchar.
Creemos que urge entonces rebatir el argumento de todas las cruzadas y de todas las guerras de civilización que lleva a la paradoja de que los valores por los que se lucha sean precisamente aquellos valores que no se puede evitar silenciar luchando. Si éstos valores son además por definición universales, no pueden no valer incluso respecto de aquellos a quienes se pretenden imponer.
Por esto, al culminar estas reflexiones, no podemos sino hacer propias las palabras que A. Camus escribiera frente a la violenta crisis colonial en Argelia :"Es cierto que, al menos en historia, los valores, de la nación o de la humanidad, no sobreviven sin que se haya combatido por ellos, pero el combate (y la fuerza) no son suficientes para justificarlos. También se necesita que el combate mismo esté justificado, y explicado, por esos valores. Las palabras adquieren su sentido vivo cuando se combate por su verdad y se vela por no matarla con las armas mismas con las que se la defiende." [27]
 
 
Bibliografía citada
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CAMUS,A. (1960) Crónicas argelinas, Losada, Bs As.
CHOMSKY, Noam (1992) El Miedo a la Democracia. Grijalbo. Barcelona.
CONCILIO VATICANO II Gaudium et Spes Parte II, cap. 5, Sección 1 “De bello vitando”.
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HABERMAS, Jürgen (2002) Letter to America, Nation, Dic 16 de 2002.
HARDT, Michael - NEGRI Antonio (2000) Imperio. Harvard University Press, Cambridge, Massachussets.
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[1]Artículo escrito para el Foro “Justicia para Irak” , organizado por la Asociación para la Promoción de la Ciencia Política y las Relaciones Internacionales (APCPRI) de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Católica de Córdoba. Abril de 2003.
[2]La Carta de América, fue firmada por sesenta intelectuales norteamericanos entre los cuales se hallan F. Fukuyama, A. Etzioni, S, Huntington y M Walzer. También analizaremos textos recientes del presidente J. W. Bush, del ministro de asuntos exteriores francés De Villepin, y Juan Pablo II entre otros, según consta en la bibliografía y en las citas. Estos textos pueden consultarse en la página de la cátedra de Filosofía Social de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UCC.
[3]Citado en Habermas (1999), pg. 173.
[4] Así señaló también agudamente: “hay crímenes contra la humanidad y crímenes por la humanidad. Los crímenes contra la humanidad son perpetrados por los alemanes. Los crímenes por la humanidad son perpetrados contra los alemanes”.
[5]Al respecto, debemos observar las diferentes respuestas de la Iglesia Católica a los distintos conflictos bélicos que ha sufrido la humanidad. El rotundo no de Juan Pablo II a una nueva guerra en Irak contrasta, por ejemplo, con la posición frente a las guerras de Bosnia y Kosovo donde señaló que la comunidad internacional tenía el deber de intervenir por razones humanitarias, o las luchas en Chechenia.
[6] Un orden que no siempre tiene como protagonistas a los Estados. Como muestra, baste la referencia a las intervenciones “morales y jurídicas” realizadas por las potencias a lo largo de la historia mediante los medios de comunicación, las organizaciones religiosas, y otras organizaciones no-gubernamentales (ONG), que actúan sobre la base imperativos éticos. Como señalan Hardt y Negri (2000) estas conducen “guerras justas” sin armas, sin violencia, sin fronteras hoy, como lo hicieron en su tiempo las órdenes religiosas durante la conquista.
[7] Podríamos también considerar en cierto modo a la Guerra del Golfo como la inauguración de un proceso inédito donde se amplían los límites de la acción internacional, no por la “liberación” de Kuwait sino por el posterior establecimiento “de facto” de zonas de exclusión y de protección en pleno territorio Iraquí.
[8]Sobre la declinación de la soberanía de los Estados-nación y la transformación de la soberanía en el sistema global contemporáneo ver Saskia Sassen, Losing Control? Sovereignity in an Age of Globalization. (New York, Columbia University Press, 1996)
[9]En S. Mill (1973) A few words on Non-intervention, Gloucester, Mass.
[10]Por ejemplo, durante la invasión a Irak, el ministro libanés de Asuntos Exteriores, Mahmud Hamud, realizó un pedido de convocatoria de una reunión urgente del Consejo de Seguridad, para “discutir la legitimidad de la guerra, lo ilegítimo de la actual operación bélica y una petición a Estados Unidos y el Reino Unido de que se retiren sin condiciones basándose en el ”por respeto a la soberanía y la integridad territorial de Irak” y el “respeto a la soberanía de los países vecinos” (En La Voz del Interior, 26-3-03).
[11]Algunos inscriben en esta línea a la posición polémica de PíoXII sobre el tema. La polémica quizás no se halla tanto en los discursos y documentos como en la postura política tomada frente al régimen de Franco o el de Vychy.
[12]Ver Michael Walzer, Just and Unjust Wars, 2a edición (New York: basic Books, 1992). La renovación de la teoría de la guerra justa en los ’90 queda demostrada por los ensayos en Jean Bethke Elshtain, ed. Just War Theory (Oxford: Basil Blackwell, 1992). Sobre la Guerra del Golfo y la justicia, ver por ejemplo Norberto Bobbio, Unna guerra giusta? Sul conflitto del Golfo (Vence: Marsilio, 1991); Ramsey Clark, The Fire This Time: U. S. War Crimes in the Gulf (New York: Thunder’s Mouth Press, 1992); Jurgen Habermas, The Past as Future, trad. Max Pensky (Lincoln: University of Nebraska Press, 1994) ; y Jean Bethke Elshtain, ed. But Was It Just. Reflections on the Morality of the Persian Gulf War (New York: Doubleday, 1992), citados por Hardt y Negri (2000).
[13]Continúa diciendo la Carta: “..existen verdades morales universales, que los fundadores de nuestra nación llamaron “Leyes de la Naturaleza y de la naturaleza de Dios” y que se aplican a todos.  Los testimonios  más elocuentes de nuestra fidelidad a esas verdades son nuestra Declaración de Independencia, el discurso de despedida de George Washington, el discurso de Gettysburg, el segundo discurso inaugural de Abraham Lincoln y la carta del Dr. Martín Luther King en la prisión de Birmingham....Creemos que la libertad humana es universalmente posible y deseable. Creemos que ciertas verdades morales fundamentales son reconocidas en todas partes del mundo. Aprobamos la asamblea internacional de eminentes filósofos que, a fines de los años ‘40, participaron en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU y concluyeron que ciertas ideas morales son tan comúnmente admitidas que “pueden ser consideradas como inherentes a la naturaleza del hombre como miembro de una sociedad”.
[14] El tema de los crímenes de guerra que aquí no podemos desarrollar también ha ido surgiendo a partir del nacimiento de los Estados-Nación en la Europa de los siglos XVII y XVIII que modificaría radicalmente la concepción que los hombres tenían de la guerra y la suerte reservada a sus víctimas. La guerra era un acto de gobierno; los Estados se combatían por intermedio de sus fuerzas armadas, fácilmente reconocibles por los uniformes; debía respetarse la vida de la población civil, que no participaba en los combates, así como de los combatientes heridos o los que se rendían. Del mismo modo, los Estados aceptaron renunciar a procedimientos desleales y se prohibió el empleo de ciertas armas, como las balas explosivas y las armas tóxicas, que podían causar sufrimientos indecibles, desproporcionados respecto del único objetivo legítimo que pueden proponerse en la guerra: debilitar las fuerzas militares del adversario. Esas normas fueron codificándose progresivamente, en particular en los Convenios de Ginebra de 1864, 1906, 1929 y 1949, así como en la Declaración de San Petersburgo y en los Convenios de La Haya de 1899 y 1907. Los tribunales internacionales de guerra incluso han ido confirmando el principio de igualdad de los beligerantes ante el derecho de la guerra y la autonomía del ius in bello respecto del ius ad bellum (Bugnion, 2003).
[15]O como sugiere el texto de Booth(2001): ¿“No es la guerra humanitaria una contradicción in términis?
[16] Este artículo señala: “Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los Miembros en ejercicio del derecho de legítima defensa serán comunicadas inmediatamente al Consejo de Seguridad, y no afectarán en manera alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”.
[17]Ciertamente, desde la aprobación de la Carta de las Naciones Unidas, solamente tres operaciones militares importantes se emprendieron recurriendo al fundamento del Capítulo VII de la Carta y al mandato otorgado por el Consejo de Seguridad: la acción de Estados Unidos y sus aliados en Corea, que se basaba en la resolución 83 (1950), aprobada por el Consejo de Seguridad el 27 de junio de 1950;· la acción de la coalición contra Irak con miras a la liberación de Kuwait, que se basaba en la resolución 678 (1990), aprobada el 29 de noviembre de 1990; la intervención de las fuerzas de la OTAN en Bosnia Herzegovina, que se basaba en las resoluciones 816 (1993) y 836 (1993), aprobadas el 31 de marzo y el 4 de junio de 1993 respectivamente, y en numerosas resoluciones posteriores.
[18]Como continúa diciendo el discurso: ”los Estados Unidos han ayudado a la fundación de las Naciones Unidas. Queremos que la ONU sea efectiva y respetada, y exitosa. Queremos que las resoluciones del cuerpo multilateral más importante del mundo se cumplan. Y ahora mismo estas resoluciones están siendo subvertidas unilateralmente por el régimen iraquí....Si se dan todos estos pasos, será señal de una nueva apertura y responsabilidad de Irak
 

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