Publicado el 13-10-2023 en UCC

El Antibiótico contra el odio

“Estamos en una crisis social, política, económica, pero, fundamentalmente, espiritual” escribe, en esta nota, el P. Rafael Velasco S.J., provincial de la Compañía de Jesús y vicecanciller de la UCC.

Por P. Rafael Velasco S.J.

Teresita, Norma, Alicia, July… Son los nombres de algunas mujeres del barrio, un barrio del oeste del conurbano profundo; mujeres de la comunidad que dedican tiempo suyo para preparar la comida para gente del mismo barrio que no está en la lona sino más abajo, tratando de subirse a la lona. ¿Qué las mueve a hacerlo? Más allá del buen corazón, las aguijonea la conciencia de la necesidad y, sobre todo, el sentido de solidaridad con su gente, la gente de su barrio, los niños que pasan necesidades que ellas ven todos los días por las calles. Intuyen -y más que intuir están ciertas- que no es solo dar ayuda material, que se trata de dar amor, que si no se pone amor la vida es más dura, y el amor hoy es un plato de comida, o toma la forma de pancitos para la merienda.

Para los jóvenes de esa misma comunidad, que emplean parte de su tiempo con los niños, los juegos, la catequesis y la merienda son también eso: gestos de amor. Porque, en definitiva, lo que falta por todas partes es amor.

Empezamos mal, un artículo sobre la realidad social hablando de amor. Típico de cura. Pero paremos un poco: del dólar, de las leliqs, del FMI, y de las diversas cuestiones de coyuntura ya hablan todos. Y capaz que tienen razón en sus razones. Sin embargo, me pregunto: ¿Nuestra crisis es solo política? ¿Es solo económica? ¿Se va a solucionar cuando baje el riesgo país o cuando seamos un país confiable para los que mandan?

No lo sé. No obstante, hay algo que veo crecer y crecer como un virus que toma diversos rostros: el odio. Se habla de “voto bronca”, se escuchan discursos violentos y aparecen profetas del odio de maneras más o menos veladas. El odio inunda despachos y mercados, con su cómplice inseparable: el miedo.

La raíz de la crisis

En el fondo estamos en una crisis que tiene raíz espiritual: estamos enfermos, y esa enfermedad es el odio. Una enfermedad que nos inoculamos echándonos culpas unos a otros, que se propaga ampliamente por los medios y nos deja perplejos, sin esperanza, con caminos cerrados. Y, entonces, la única reacción posible es el querer romper todo, el que se vayan todos.

Ese odio se palpa en el ambiente: cómo escala un altercado en la vía pública, cómo rápidamente se esparce la calumnia y la agresión por las redes sociales… Y en los debates. Es más ganador el que agrede mejor, el que aplica el mejor golpe (como en el boxeo), y todos asistimos entusiastas y aplaudimos. Como la humedad, el odio cala hasta los huesos.

El odio encuentra placer en echar culpas; busca y encuentra culpables en todas partes, pero jamás en uno mismo. La autocrítica sincera le está vedada al odio porque de hacerla se debería reconocer la parte propia en la cadena de agresiones “justificadas” (¿?). El virus del odio justifica la avaricia, justifica el pensar solo en uno mismo y el “sálvese quien pueda”. Y porque siempre es culpa de otros lo que nos pasa, justifica el desinterés social y, si se puede culpar de la situación a los pobres, mejor.

Por eso, para el odio no hay otro antibiótico que el amor. Puede parecer simplista, pero si lo pensamos en profundidad… ¿qué otro camino hay? Teresita, Norma, July, Alicia saben de esto, conocen este antibiótico del amor que sana. Estamos en una crisis social, política, económica, pero, fundamentalmente, espiritual. Odio u amor es la opción. Y el amor no tiene partido, ni religión, es una decisión de fondo, la más profunda.

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Todos sabemos que en la vida personal la decisión última y soberana, la decisión que nos define, la última frontera inviolable es la de la libertad que elige amar por sobre el odio y sus múltiples versiones más o menos light. Sabemos por experiencia que las elecciones que surgen del amor tienen un sabor muy diferente a las que surgen del odio, aunque nos vaya aparentemente mal, aunque el fracaso nos muestre su cara más de una vez. ¿Por qué, entonces, será diferente como sociedad? Si elegimos desde el odio y no desde el amor los resultados serán los que serán. El salario del odio es ya se sabe, la desolación, la tristeza y la muerte.

No es en vano amar, lo sembrado con amor tarde o temprano da fruto, aunque la semilla deba pasar por la muerte para dar vida. Nadie nos quita lo amado, porque al decir de Borges, “solo es nuestro aquello que dimos”.

Tal vez estas líneas no sirvan de mucho; son, finalmente, las reflexiones de uno que cree que tiene más fuerza el amor que el riesgo país, que cree que una comida preparada con amor es más fuerte que la cotización del dólar… Mucha poesía, tal vez. Pero la verdad es que si seguimos consumiendo odio en sus diversas versiones no nos irá muy bien.

Hace unos 2700 años Isaías escribió: “Si compartes tu pan con el hambriento, cubres al desnudo y no te despreocupas de tu propia gente (…) te llamaran reparador de grietas, restaurador de moradas en ruinas” (Cfr: Is. 58, 7.12). Hace tres mil años y hoy también. Hace falta esa clase de reparadores de grietas, hace falta urgente el antibiótico contra el odio.